miércoles, 31 de diciembre de 2014

“Mensaje de Navidad”



Un deseo sincero de feliz navidad, se hace actualmente con municiones de fe inagotables, dado el deterioro y descomposición social, económica, política y sobre todo cultural, que aqueja a nuestro pueblo. Y cuando digo sincero, es que sean palabras marcadas, procesadas, meditadas, bien intencionadas, y no frases copiadas de la inmensa red. Así que en la medida que podamos, valoremos a quienes nos tomamos un tiempo en escribir y desear con sinceridad, lo que pareciera ser una utopía.

Ocurre que cuando escribo las entregas de Coprofagia Social en mi blog – si aún no las lees, sirva esto de invitación -, y se denota que el nivel de incomprensión social es exasperante, no dejo de ser un positivista y optimista empedernido. Todo esto de forma superlativa, cuando hablamos de mi terruño. Si me lees ahora quiero que sepas, que para mí es inmensamente importante ayudar a entender, que entre mis deseos de pascuas, está la prosperidad plena para ti y tu familia; pero también, como soy creyente de que el cambio real, se da desde los cimientos sociales, pienso que el hecho de que funjas como agente multiplicador de ejemplo y de fe, será el gesto que encenderá el desarrollo en nuestra amada Venezuela. Cosa que servirá como regalo, a un país – a mí me gusta llamarla nación, la hace más mujer -  que tiene doscientos años dando todo su esplendor, y recibiendo de sus hijos, solo migajas.

Lo que puedas transmitir como ciudadano, como padre, como madre, como guía es lo que hará que poco a poco  las generaciones en gestación, vayan depurando el gran daño social que hoy día nos oprime.

Mi deseo para estas ominosas navidades y consiguiente 2015, es que la próxima vez que lances basura a la calle, te acuerdes de ella. Deseo que cuando te sientes frente a un volante, y te detengas sobre el rayado peatonal, pienses en ella. Que cuando el daltonismo te ataque, y veas verde todas las luces rojas de los semáforos, reflexiones sobre ella. Me gustaría, que al ver la luz amarilla entiendas que si, bien es cierto es tu decisión acelerar o detenerte, pero sería mejor para ella, que la prudencia te pese más que el pie. Otro deseo, es que cuando veas que no está permitido girar en U, no lo hagas, es probable que lo hayan prohibido, porque otros pensaron como tú y hoy no viven para contarlo. Entre las otras cosas que realmente deseo, ojalá cuando saques a ese animalito, que seguramente tienes pues deseas compartir amor, y el mismo genere sus necesidades fisiológicas, que bueno sería que pudieses recoger estos desechos y apartarlo de las vías públicas, los otros también tienen derecho a conseguir calles, aceras y ciudades limpias.

¿Sabes que sería fastuoso? Que llevaras contigo toda la basura que produces a diario, y cuando llegases a tu casa lo vertieras en donde debe ir, y cuando cierres la bolsa, le dediques ese gesto a ella. Magnifico sería, que cuando leyeras “Prohibido botar basura en este lugar” no dejaras que la ceguera, te hiciese hacer lo contrario: ten cuidado, la ceguera es en segundo plano patológico, pero esencialmente es cultural, y ella, es muy culta allí donde tú la ves. Como me gustaría,  que la próxima vez que opacaras tus accionar justificando con lo soez del concepto Viveza Criolla, hicieras un ejercicio mental y compararas lo parecido que suena la palabra viveza, con la palabra vileza, y pudieses puntualizar lo diferente que son. Eso para ella sería un respiro.

Que cuando vuelvas a colocarte la camisa vinotinto o la gorra tricolor, no lo hagas por formar parte de una moda o de un movimiento, lo hagas pues no solo tu estas vestido así, sino también tu corazón y tu pensamiento. Que divertido es que te sepas toda la música llanera, galerones, gaitas y posiblemente villancicos, y que no atribuyas la grandeza de la venezolanidad a un mero acto de memoria. La música que oigas, no te hará ser más o menos venezolano, si la armonía que sale de tu boca no es igual a lo que demuestras con tus acciones patrióticas. Eso ella lo está viendo y escuchando.

Y es que ella, está tanto o más esperanzada que yo. Me imagino que ya le debe estar pegando el cansancio de tanto dar sin recibir. Si esta noche conservas la tradición de las uvas del tiempo, ojalá logres – antes de pedir, agradecer, al gran arquitecto del universo – desear y abogar mucho por ella. Por su recuperación, por su restructuración, rediseño y desintoxicación. Si administras bien, todo lo que pidas por ella, solo se llevará una uva. Para darle matiz factible a tus deseos, desde el mismo primero de enero estructura un programa de cómo hacer realidad – en lo posible – todo lo que enumeraras en tus deseos navideños. Para que el diciembre del año venidero, tengas doce nuevas metas que proyectar.

Mi mensaje navideño no es un castigo a la paremiología o lo autóctono de un pueblo, sino al uso descarado del desdén como máxima en la vida.

Una vez terminada la analogía con ella – Venezuela – me permito despedir estas humildes líneas, deseándote con el año 2015 sea un año de oraciones, bendiciones, reflexión y recapacitación, que la salud te sea plena y optima, que progreses en todos los campos y categorías a los que pertenezcas. Que financieramente hagas los ajustes necesarios, basados en el ahorro y la inversión, para que el dinero germinado, te permita vivir con holgura. Y por ultimo pero no menos importante, que el amor sea el motor fundamental de todas las piezas, para que de esta forma se siga alimentando tu inventario de sueños, que es el pilar fundamental de esta hechizante experiencia que representa el verbo vivir.  

Que el altísimo te proteja siempre, a ti, a tu familia y a nuestra querida Venezuela.
Feliz navidad y un bienaventurado 2015 colmado de paz, reencuentro y sosiego.
Te desea de todo corazón, tu siempre amigo

Lcdo. Rodríguez R. Gabriel J.
@gabo_rodríguez3

Gabogeno

domingo, 28 de diciembre de 2014


“Taller redentor de almas”

Con el susto intrínseco de cada toma de decisiones, él, un chico taciturno, cargado de sus maletas de sueños, se detuvo frente a la edificación. Exploró un poco ante la geometría de la misma. Algunos afables canes le fueron a recibir. Una cadena y el sonido áspero de su pendular rompían al espeso silencio. Leyó una inscripción muy modesta de dualidad, que identificaba el lugar. Respiró hondo y anduvo.

Con su propia autorización, luego de tocar fuerte el portón que sirve de centinela al lugar, decidió hacerse paso. El portal metálico rechinó, y el despliegue herrumbroso de sus engranajes le dio la bienvenida.  

La penumbra se desintegró y la luz que permeaban las altas persianas le dio brillo a su vestimenta. Era el presagio de la misma incandescencia, que una vez inmerso, le daría este lugar a su alma. Acercó su oído a la rendija de una nueva puerta, esta vez de vidrio, y cuando escuchó pasos avecinarse pensó en huir. Sin embargo, un repentino peso en sus pies le detuvo. Una trémula y fémina mano hizo apertura del portal. Una dulce y amigable dama de anteojos y con un libro en mano, dedicó una sonrisa cegadora al improvisado comensal.

Él la vió y, aun cuando no fueron más de seis palabras las que ella pudo decir, él sintió que  esta anfitriona, levitaba en una alfombra de humo blanco intelectual. Parecía un pilar andante encofrado de letras, música, locura y humanidad.

De manera inmediata surgió un nuevo personaje. Un señor también de gafas, de barba estilo Cortázar, con guantes plásticos amarillos y sosteniendo una herramienta de bricolaje. Su estampa bloqueaba todo intento de ignorancia.

Este nuevo arco humano fue el último filtro, para que él, el chico taciturno y su equipaje onírico, estuviese dentro de la fortaleza. Guiado de esta pareja, daba sus pasos dentro de esa magia arquitectónica, que daba la impresión de ser un cubo, de ser una galería, museo, mezquita, universidad, biblioteca, teatro, y lo más apasionante para él, de ser un hogar, un dulce hogar donde guarnecían sueños. Un taller redentor de almas.

Una vez trastocado por la estructura, y dentro de las entrañas de la misma, cerró los ojos, respiró hondo, y saboreó la idea de seguridad, el envión anímico que te da la esperanza moribunda, de que no todo está perdido.

La casa estaba posesa. Sus ojos recorrían con ardor todo. No había dejado descansar sus ojos de un conflicto centrifugado de color, cuando el alboroto ominoso de una escala de grises le golpeaba la perspectiva. Cuadros, pinturas, esculturas, libros, discos, películas, vino, todo un tornado letrado y filosófico, que le invitaba a continuar. El discurso introito de sus guías, era como un cuento pueril, una crónica de Lewis. Madera, hierro, cartón, papel, alambre, hilos, harapos y jirones de tela amalgamaban todas las corrientes, métodos, teorías y rasgos antagónicos al detritus que estaba fuera de esas altas paredes. La fascinación lo hipnotizaba. Caminaba con las manos desplegadas para tantear y  evitar tropezar. Tenía la sensación de que el tiempo se haría corto para poder admirar toda esa magia. 

Sintió la presencia de una nueva figura a su lado. Su alma. Él observando a su alma admirándolo. Aplaudiéndolo. Sonriendo. Amando. Se sentó en un canapé absorto en el vértigo experimentado, a inventariar y redefinir el espacio físico, y su alma se le reía de tanta torpeza. Molduras sin oleo, cuerpos sin testas, zapatos blancos puntiagudos sin cuerpos, estructuras solitarias. Poco a poco se iba nutriendo y llenando esa inmensa maleta de sueños, de tal forma,  multiplicándose. Su alma acostada  en el taller, poco a poco se iba reconstituyendo, transformando, reviviendo.

Habló de artistas, de artes, de países, de comida, viajes, prosas, poesías y poetas. La simpática pareja europea se estaba vaciando por completo, y él fenómeno de sus maletas le parecía ridículo: mientras más se llenaban, menos pesaban.  La soledad, era solo era un mal recuerdo.
Para que la locura se apoderara, si es que aun no lo había hecho, le brindaron un humeante café. Para que la dilatación de los sentidos llegase a su clímax. Su alma se iba restableciendo.

Habló en francés. Observó avivar el fuego en cada obra, el esfuerzo reflejado en el pintor, el fotógrafo enjugando su frente, el poeta afilando minas, divisó el interprete y sus cuidados de voz, a la bailarina liberando sus rizos en consonancia de su calistenia, al compositor, al escritor, al poeta con el mentón reposado y homogenizando su trago. Pudo notar al ebanista limpiando su plano de trabajo, y sollozó al ver, que tanto de cada uno de ellos tenía su alma, que inclinada en un diván se avivaba satisfactoriamente.

Culminado el segundo café y admirando aun las texturas arrastrándose por las paredes los sorprendieron las altas horas de la noche, y tristemente llegaba la hora del fin de la velada.

El manto negro salpicado de estrellas ya era inminente. Su alma ya estaba de pie, enérgica, minada en adrenalina, con las manos sucias de óleo, anestesiada de locura en un letargo de fe. Su avatar no corpóreo, estaba recargada en hebras de pincel, atolondrada con el extraño olor sintético del lugar.   

Con la pena de toda partida, él se despidió parcialmente de lo que después sería su casa, su templo, su refugio. Estrechó las manos de sus agradables habitantes, les bautizó como familia, se colgó de nuevo el alma al cuerpo con la fe de la incidencia de aquel lugar, en ese ahora su todopoderoso alter ego etéreo. Agradecido con la providencia  y su congruente prudencia, salió con una sonrisa tatuada y pudo ver inmediatamente con su compañera intangible ya instalada, los efectos de este particular taller redentor de almas.



 Lcdo. Rodríguez R. Gabriel J.
Gabogeno
@gabo_rodríguez3









sábado, 27 de diciembre de 2014

            
“De sus rizos indomables”

Yacía la mañana de un lunes, aun muy temprano, cuando aquel niño peculiar se disponía a un nuevo primer día de clases, de aquellos días, que tanto le cargaban de energía y desbordaba esa adrenalina infantil. Era una casa grande, blanca, de esquina, con una estación de transporte urbano, una cabina doble de teléfonos públicos y algunos pilares de contención, que divisaban el antecedente de numerosos accidentes automovilísticos. El, aguardaba en el jardín. Con su lonchera en mano. Con el rocío arropando su termo. Con el suéter azul marino abrazando su cuello.

Era una mañana hermosa, llena de pájaros, de frío, de transeúntes trotando; A decir verdad, el infante ni imaginaba que esa mañana iba a cambiar su vida para siempre. Iba a su primer encuentro cercano con esa extraña aleación literaria que la humanidad denomina “amor”. Vuelta en “U” en la avenida principal de aquel municipio, y se podía ver un modesto transporte escolar, el cual venia por él. Una camioneta de origen nipón pero con nombre caribeño. Era siempre puntual. La señora Zoraida. Era como su otra madre pensaba el niño. De gafas gruesas de carey, quien fungía como choferesa. Una mujer afable y amiga. El, observaba con detenimiento a ese vehículo amarillo que era la señal de costumbre, para el inicio de su jornada estudiantil. La camioneta aparcó frente al jardín. El. abordó con entusiasmo. Por el camino, una vez saludado a todos los tripulantes, sus oídos eran fecundados por una cantidad de mensajes alentadores, metas. Patrones y directrices, pasaban por su mente, típicos del siempre ansiado primer día de clases, de cada periodo escolar. Al primer cruce en la esquina, una anciana progenitora, despedía a sus pibes.

            Al fin el colegio. Insigne, como la tez del pontífice que le daba denominación: El Papa bueno. La tripulación descendía en perfecto orden. Una vez adentro del recinto, se desbordaba una manada. Era como si una represa estallara. Corrían con el alma, entre risas y carcajadas. En la competencia se advertían medias blancas impecables, mochilas llenas de libros, y rostros llenos de sueños, de esperanzas, de fe. La meta, el patio trasero del colegio. El objetivo, recoger los dulces mangos de especie dudu, que se desprendían de los casi cinco arboles del fruto, que adornaban esa institución. Esa mañana, a diferencia de los años anteriores, él no corrió, al parecer su subconsciente estaba preparándose, para lo que se convertiría en uno de los más importantes días de su vida. Probablemente intuía, que desde ese día, nada volvería a ser igual.

Hora de la formación. Tomar Distancia. Himno del País, Himno del Estado, Himno del colegio. Palabras de la Directora, una anciana ibérica cuyo nombre era el pilar de la disciplina en la institución, y su vasto conocimiento, era una laguna sin fondo. La española sufría de  una enfermedad notable que descontrolaba los movimientos de su cuerpo, sobre todo de su mano. Para el niño, eran las últimas clases en las aulas del patio posterior: era emocionante, estaba creciendo.

            Entró a su nuevo salón inventariando a todos sus viejos amigos, desde la etapa de preescolar, las mejores materias de su vida: moco, piojo y plastilina. Estaban los necesarios, partieron los que cumplieron. Habían algunas caras nuevas, entre ellas, la cara de quien definitivamente iba a encaminar el corazón de este muchacho, a ser un baluarte de la humanidad, sería el rostro que le acompañaría en sus sueños, todas las noches durante muchos años. Era la mejor tarjeta de presentación que había visto en su vida. Era la mejor forma de definir la perfección de la creación humana. Era la cara de una niña. Era la cara de una mujer. Aquella deidad que lo hizo caer. La cara que cambió su vida de carboncillo a color. Ese rostro, le presentó a Cupido inyectándolo de amor.

            Típico de una primera jornada académica: presentación, algunos ya conocidos, y los “Nuevos” por presentarse. Un combo compacto ideal, proveniente de otra unidad educativa. Había cuatro con ítalo apellidos. Más finalmente, inmersa en su derredor, digna de una aurora boreal, con un aire de majestuosidad anatómica único, ojos de peluche triste, de esos que te talan la raíz  del alma, y unos rizos de espectáculo crepuscular, que cegaron e hipnotizaron, los ojos vírgenes de aquel muchacho.

Imponente. Estaba ella allí. Sus misericordiosos y liberadores nombres. Brillaba como una antorcha. Su solo cuarteto de iniciales le mece el alma al niño. Todo su ser ardía y resplandecía. Su corazón, una colmena repleta de abejas, representando emociones.  Con una fisionomía, por si fuera poco adornada, con un broche de color lusitano. Era sencillamente perfecta.
El tiempo hizo lo suyo, y con el paso del mismo, el impacto de esta rubia en el alma de aquel silente niño, creció. Fueron creciendo juntos pero demasiado distantes, había un hecho flagrante que no le permitía estar a su lado: ella, era la chica popular y su grupo, el ideal, era su mundo. Nunca podía acceder a ella, siempre era ignorado, pues él, era básicamente un niño que no hacía nada mejor, que amarla a escondidas.

No lideraba ninguna tabla de anotadores, en ningún deporte, desastroso en fútbol, era nadie en baloncesto y ni siquiera con las pelotas de papel de aluminio con las que jugaban béisbol durante las horas de recreo se distinguía. Y sinceramente, estar en el cuadro de honor y cambiar sus horas de guiatura, audiovisual y recreo, para escribir, nunca iban a ser motivo de atención para ella, aun cuando, el ochenta por ciento de lo que su novel lápiz producía, viniese de su musa encendida en ella.

Cuanta tristeza envolvía su alma. Desdichado. Era “un cero a la izquierda” como una vez ella, muy claro le hizo saber. Sin embargo, su gordura no podía ser su más icónica característica. No podía ser malo en todo, había algo en lo que nadie le ganaba: su terquedad. Su testarudez. Ese amor hermoso, ese de amar en aquellas edades, cuando citar el verbo “amar” te arrancaba un pedazo de alma al momento de convertirlo en palabra. Era la edad en donde parir un te amo, te costaba jirones en las cuerdas vocales. En aquel tiempo en que enamorarse tenía un verdadero significado. Sin intereses ni caras de porcelana. Amor puro y casto como el de un niño, con nada se compara.

Aun cuando jamás fue correspondido, ella jamás imaginó, como resplandeció la vida de esta noble alma. Después de todo, no son nuestros cuerpos entes con almas, son nuestras almas entes con cuerpos. Lo físico muta. Lo etéreo perdura.

Todas las mañanas descendía de un coche blanco, de diseño americano, pequeño, familiar, sencillo con una pegatina azul con amarillo, alusiva a una estación radial. Todo un ritual: primero y ante todo un beso bien sonoro con agarrada de cachetes incluida, con su hermosísima y amigable madre – siempre sonriente la Sra. Rocío -. Luego, abría la puerta, entre las miles de alhajas de fantasía en sus muñecas, esperaba alguna cinta elástica con la que proseguía a domar su impetuoso y voluminoso cabello.  Introducía el brazo en el automóvil, y era casi imposible no encorvarse cuando se colocaba el peso de su mochila. Su flamante mochila fucsia. Termo de plástico, recubierto en anime, cerrado con una capa de aluminio antes del enrosque de su precinto final. Ella caminaba y se escuchaba el danzar de los hielos, inmersos en lo que seguramente era jugo de parchita. Dios era inmensamente generoso con este muchacho, que siempre llegaba al colegio más temprano, izaba el pabellón nacional, y desde arriba, desde el segundo piso, podía observar sin cansancio esta escena, todos los días de la vida. Su doncella descendiendo de su carruaje.

Cada nonada, cada pequeño detalle circulaba en la mente del muchacho. Aquella carta infame que él jamás escribiría, pero que todo así le señalaba, con palabras horrorosas y antagónicas a todo aquel sentimiento casto que el profesaba por ella. Nadie supo el origen pero ese día y con ese incidente, el muchacho estaba conociendo algo nuevo de la vida: la mala intención.

También él, se disfrazó en unos carnavales de vampiro, El Conde Drácula, con un disfraz confeccionado por su abuela, que había utilizado radiografías para entumecer el cuello de la capa, cosa que le daba una esbeltez aterradora, perfecta para el rol.  Y ella de bailarina hawaiana. Simplemente radiante. Espectacular. El, atónito.

Un día vulgar y común apareció, aquel controversial juego pueril, famoso por una botella hecha ruleta. Aquel que le permitió conocer la magia de los besos. Menuda aberración. En posición de loto, en circulo sentados bajo el aro de baloncesto, del lado izquierdo en el patio central de formación. Algunas rondas, y algunos besos de a picos – piquitos - iban y venían. De aquellos sin almíbar, pero catalizadores únicos en la insurrección de hormonas. El rió muchísimo, era como una picardía infantil, muy alejada a su perfil de vida. Sin dejar de observarla, el veía perfección hasta en la prominente diastema que sufrían los dientes frontales de la rubia, al fin y al cabo, el también sufría esa anomalía.   La botella era verde, de una bebida gaseosa de limón; obviamente procedente de la cantina escolar. Una mano inocente giraba la botella con todo su poder. Vueltas y más vueltas. Se detuvo. Otra niña, pelirroja le tocó ordenar a ella, a la inalcanzable.

-       Te ordeno le des un beso a…

El, escuchó su nombre claramente. Aun reía de ver como sus amiguitos se besaban. Cayó en un letargo repentino. Sus ojos se cristalizaron y empezó la cabalgata cardíaca. Su pericardio se desprendía. Ella se levantó, sacudió su falda, se irguió y empezó a caminar lentamente al exterior de la circunferencia. Confundido, su corazón se detuvo de un sopetón. Ella se desvió y miró fijamente a la taheña  que impartía la orden, paró en seco frente a ella, y pronunció esta frase con el aguzado filo de una espada samurái:

-       ¿Sabes? Prefiero no jugar más nunca, a tener que besar a este “cero a la izquierda”

El, fue invadido por un silencio sepulcral, fúnebre, lúgubre, ominoso.  Todos los ojos le apuntaban. Actividad lacrimal latente. Pestañas temblorosas. Nudo gutural. Justo cuando ella subió un pié para abandonar el círculo humano, aquel niño tratando de no dejar escapar el alma por las ranuras de su tétrica pena, intervino rompiendo el silencio:

-       Detente – le dirigió a ella con el amor intacto, pero sin alma.
-       Si hay alguien fuera de lugar aquí, soy yo – una lagrima gruesa y espesa rodó por su mejilla – si hay alguien, que no pertenece a este juego, soy yo. La razón de este juego, eres tú, no me quiero quedar con el remordimiento y la culpa de que algunos no puedan materializar en sadismo, lo que para mí siempre será un sueño: besarte.
Se levantó. Cabizbajo. Todos lo miraban. Corrió cual saeta a su salón, subió los peldaños de las escaleras de tres en tres. Se desplomó en su pupitre, y lloró, con la misma indomabilidad y fuerza con la que se acostumbró a la postre, a amarla. Fue la primera vez que este personaje, perdía una vida.

Una vez intentó bailar en un acto de fin de año. Cosa para lo que no era malo. Era pésimo. El ser humano puede llegar a rayar en cualquier ridiculez con tal de lograr sus objetivos.

Como aquellas famosas diez de Egipto. Locura de canción. Ocho niños y ocho niñas protagonistas de un sorteo; El pequeñín, con la simple sensación de que podría bailar con ella, ya se sentía estar, en una de esas opulentas ceremonias donde eligen las próximas sedes de mundiales de fútbol u olimpiadas. Su corazón se quería salir de su pecho, podía sentir, como el distintivo (insignia) del colegio palpitaba en su uniforme blanco. Primera pareja: fulano y fulana, segunda pareja: zutano y zutana… así sucesivamente, y como si el infausto Cortázar estuviera presente, quedaban dos parejas por definir. El, jugaba con su imaginación hasta en los momentos más delicados de su vida, escuchaba en su subconsciente:

-       Si por algún motivo ajeno a su voluntad, la ganadora o ganador no pudiere ejercer su cargo, el mismo será ocupado inmediatamente por el segundo lugar.

Y reía, en primer plano, recordando a los moderadores u oradores y la frase que siempre dicen en los certámenes de belleza de su país en los momentos cruciales. Y de segundo plano, (volviendo a la realidad), era imposible pensar que podía bailar con ella, la inalcanzable. Los caballeros se acercaron al escritorio y tomaron un papel cada uno. Había algo raro. La profesora daba el papel en las manos. Cuando el pequeño, desplegó su papel y leyó el nombre, pensó por un momento que iba a ser víctima de un accidente cerebro vascular o que alguna cámara cándida circundaba por los techos del salón de clases: su papel, decía en perfecto y metódico Palmer, su nombre y apellido. Ella. Fue el momento más feliz que almacenó en sus depósitos de memoria por muchos años. Esa noche durmió como un serafín.

Pudo hablarle con  frecuencia, escuchar su opinión de los pasos de la coreografía, oír embelesado cada palabra que pronunciaban esos labios tan cerca de su propia cara, mientras sus brazos rodeaban la diminuta cintura de ella y los de ella rodeaban sin afán, el cuello de su selecto galán. Su aliento se mezclaba con la precoz respiración del chico. Esas fueron las escenas más cercanas a un beso que pudo experimentar. Nunca dejó de repetirse mentalmente los ardientes ojos de la chica dirigiéndose a los suyos. Vaya gloria de momento. Al final de aquel ensayo, la profesora dijo que quería, redistribuir. Casi se arrodilla, llora y grita en silencio:

-       ¿cómo me la van a quitar?

Sentía que le iban a arrancar un órgano, un pulmón, la médula espinal. La redistribución solo favorecía a dos parejas, entre ellas, la de él, pues eran simétricos en estatura: jamás se alegró de ser del mismo tamaño de alguien como ese día, pensó que eso era una señal y se siguió ilusionando, y alimentándose de ella. De su energía.

            Fue su primer encuentro, con la primera criatura en su vida con la que podía traducir aquel lenguaje del amor. Aquella, la mujer que le hacía hablar en secreto a su corazón. Era la primogénita en su vida. Inclusive cuando fue nombrado orador de orden del discurso de fin de año, mientras su voz recitaba de memoria las líneas que había hilvanado, sus ojos iban dirigidos a ella y a sus rizos, puesto que probablemente, ese iba a ser uno de los últimos días de su vida, en que la vería.

Efectivamente así fue el colofón. Cual Cupido vestido de negro, con retazos de tela ondeados por la brisa marina, era ella, la causante de que un niño como él, escribiese al final de su cuaderno cuadriculado de matemáticas, caligrafías de aquella fémina, nombres y líneas así:
Resultado de la combinación de técnicas
Y teorías extrañas del color
Mi imagino a mi grande señor
Diseñando tu genealogía étnica

Con un juego geométrico mágico
Y ángulos celestiales
La providencia dibujo cual cristales
Unas perlas de ojos ácidos

Ojos húmedos de mirada profunda
Que combinados con tu juego de cejas
Mirarte daba la moraleja
De no querer dejarte nunca

Menudos ápices de elegancia
Cerraban tus ángulos oculares
Haciendo acrobacias y malabares
Con mis sentimientos de infancia

Eran tus ojos los portales
De una dimensión desconocida
Que encendieron la chispa en mi vida
De amoríos anormales

Bendito el perfil de tu nariz
Con líneas de ascendencia renacentista
Eran genes de ángel o artista
Era la ergonomía de una esbelta perdiz

Esos labios de hechizo cardiaco
Que encendían el fuego flameante
De un corazón crepitante
Cual sueño afrodisiaco

Labios de almíbar dulce y transparente
Pronunciados en un claroscuro tono
Aun en sueños contorno
Miles de formas de tenerles

Eran motitas de carne trémula
De los cuales jamás podría gozar
Pero pensarlos no me daba pesar
Aunque fuera una escena incrédula

Aunque nunca probé tu labial estancia
Bien así falleciendo de ganas
Circunda en mi mente pagana
Un pensamiento que enaltece mi infancia:
Utópica la idea de que algún otro niño
En sus pensamientos de infante
Soñó alguna vez besarte
Con mi inocencia y cariño.

Lcdo. Rodríguez R. Gabriel J.
Gabogeno
@gabo_rodríguez3




miércoles, 24 de diciembre de 2014


“À votre santé”
Chin-chin



Quisiera hacer un brindis, elevar mi copa de vino al cenit, por este juego de palabras que se ha construido alrededor de ese bien etéreo, denominado alma. A veces, no sé si somos cuerpos dotados de almas, o almas dotadas de cuerpos. Según mi Yo Bohemio, ente al cual no puedo darme el lujo de hacer tanto caso, el alma es un agente que tratamos de proteger y esconder, dentro del armadura de nuestros cuerpos, nuestra anatomía es el estuche de nuestro espíritu; en pocas ocasiones se tiene la confianza de poner a remojar el alma, observarla, guindarla un rato para que descanse de su caparazón. Tal vez, tres de estas ocasiones son la meditación, la soledad y el silencio. Pero eso de colocar a la intemperie el elixir de nuestra decadente perfección, podría ser lapidario si se hace junto a personas cuyo concepto de vida solo se base en tiempo, y no en emociones. Es un suicidio despojarse de su alma junto a personas que carecen de esta. Por eso siempre me regodeo en el gozo de distinguir, primeramente, en qué momento puedo desnudar mi alma, y acto seguido, a quien se la puedo dar a cuidar, con la garantía y certeza estelar, de que absolutamente nada malo le va a pasar. Gracias por prestarme tu lienzo, para volver a pintar mi alma.  

Lcdo. Rodríguez R. Gabriel J.
Gabogeno

@gabo_rodríguez3

martes, 23 de diciembre de 2014


“La abuela del arcángel”




Probablemente la ausencia de una figura paternal contundente, sostenible y perenne en mi niñez, sea la causante de una manía que, cuando efebo, solía desempeñar con motora astucia. Adopté un centenar de abuelas, que hacían de mí, una orquesta de letanías benedictinas, en cada evento o tertulia asistida.  Tuve una cantidad innumerable de mujeres guapas, solemnes y beneméritas que hicieron de mi niñez, un mundo maravilloso. Esplendidas madres con esa condición que no confinaban su maternidad ha media docena de crías, era una sensación de compromiso maternal tan arraigada, que parecían madres de todos.  Con personajes así tengo para escribir una enciclopedia, pero para recordar con amplio detalle, dudo que tenga algún recuerdo más lucido y presente, que la que a continuación suscribo.

-       - ¿Abuela por qué estos edificios se llaman Madre Vieja?
-      -  “Porque mas va a ser hijo: porque vivo yo, tu Madre Vieja”.

De una estatura inversamente proporcional al tamaño de su corazón, era esta hermosa viejecita. Con un poder de la palabra y de la oración que, jamás volví a ver en mi hoy treintena de años vida. Cada movimiento, cada decisión, cada paso, cada logro, cada desacierto, era entregado – casi creo oírla in situ – a la inefable espada de San Miguel Arcángel. Una vez – y bastó esa para no olvidar jamás – me sostuvo con fuerza la mano, y me dijo:

-  -   “Usted tiene un nombre de mucha responsabilidad, usted es un niño y será un hombre que debe portarse muy, pero muy bien”
-   -    ¿Y eso abuela? – Respondí inexperto.
- -  “Usted mi nieto, tiene el nombre de un Arcángel, no de un ángel. Eso es una hidalguía celestial, que separa a estos pocos personajes, del resto de la corte celestial; Así, que cuando usted escuche que le digan: ¡Como el ángel Gabriel! siempre corríjalos haciendo la salvedad de la importancia de su cargo: Arcángel. Y no cualquier arcángel: el Arcángel de la anunciación. No olvide eso mi nieto”.

Han pasado más de dos décadas de ese pequeño incidente, y hasta el sol de hoy se ha hecho un cliché de mi parte, corregir en las personas, a tan peculiar alegoría.

En su albornoz o bata – prenda en la que aun le recuerdo - me envolví más de una vez cuando mi vida no alcanzaba aun la decena de años. Y más de una vez me sacó el pulgar de la boca, digamos que no con mucha delicadeza. Manía que entre sus nietos, si mal no recuerdo, no era yo el único que la tenía. Acotando que aunque consanguíneamente no era su nieto, la mescolanza que tuve con los verdaderamente suyos, me dio este apelativo, mas el derecho – según yo – de escribir con un nudo en la garganta, estas humildes líneas.

Al igual que mi abuela materna, esta viejecita tenía la facultad, de estar formándote el más grande de los pleitos, con palabras tan dulces que se recibían como la más grande caricia parlante jamás escuchada.

La grandilocuencia de este personaje, era sin duda, uno de los atributos que mas me encantaban de su personalidad. Una tez de seriedad irrevocable. Unos espejuelos de pastas gruesas, y ojos achinados. Una elegancia aristocrática digna de cualquier realeza. Un don de mando preciso y tajante. Y entre otras cosas, así cual vaquero que donde coloca el ojo coloca la bala, esta – mi abuela putativa – donde colocaba su amistad, dejaba integro el corazón.

      Esto último lo digo, pues la amistad que unió a este ser hermoso con mi señora madre, fue algo extraordinariamente inextinguible. En esos puntos de quiebre, en donde la debilidad tuerce y escuece el corazón de los seres humanos,  en esas ocasiones en donde se iba sin anuncio la luz al final del túnel, en esas situaciones donde la ceguera te invitaba a la rendición, aparecía ella, sin floritura ni mingonería te espabilaba espetando:

-   -    ¡Párese carajo! Usted es un/una – mujer, hombre, niño, dependiendo del caso – muy grande para estar sucumbiendo ante esas nimiedades. Yo se que usted tiene para hacer eso y más, y si se lo propone, mucho mejor. Así que adelante.

Y vaya que esto se lo oí decir hasta el hartazgo: Adelante hijo, adelante.

Palabras que de inmediato te rescataban del abismo y te ayudaban nuevamente a andar. Entre sus haberes también me regaló a una hija con la que siempre jugué de niño que era mi novia – obvio a escondidas de su pareja – (Risas), Pero, cual novia podía tener una criatura de ocho años. Mi muy buena amiga, y también madre. La cual a su vez, me regaló también par de hijas, también hermanas – cito par, pues para entonces era un par. Madre a quien también recuerdo con el más caluroso cariño.

Injusto sería olvidar, los auto palmazos en el lomo que se daba mi abuelita, cuando le tocaba recordar, donde reposaba el esfuerzo de haber sacado adelante a todos sus hijos:

-  -     “Con el sudor de la frente, y con el esfuerzo de este lomo hijo, de este lomo – palmadas sonaban – levanté yo a todos mis hijos”.

Hijos a los que mostraba con orgullo, en un relicario metálico, en forma de árbol ramificado, que yacía hace años en la sala de su apartamento. Gente que me abrió no solos puertas de sus casas, sino también las de la primera mía.

De qué manera olvidar, las paraduras del niño Dios, confeccionadas con tanto amor, dedicación, delicadeza y belleza por esta hermosa viejecita y su combo familiar. Yo caminaba – a su lado y al de mi mamá - con una vela encendida en la mano, raspando el alquitrán del suelo con mis pequeños zapatos, recitando lo primero que me aprendí de memoria en la vida - el Padre Nuestro – en las calles del municipio que me vio nacer, mientras la pirotecnia iluminaba el manto  oscuro de la noche y se confundía con el espectáculo estelar de los cielos aquellos decembrinos. Aquellos gélidos diciembres de esos cielos estrellados. Oraba con una fe fulgurante. Y si de casualidad me perdía, al subir la cara ya estaba ella subiendo la voz para yo reenganchar la oración, y seguir a la muchedumbre.

En esos tiempos yo solía anhelar ser arquitecto, puesto que – otro hijo capturado de su seno – cargaba con esta distintiva profesión. Y para ese entonces éramos tan apegados que fue el primer atisbo paternal que conocí. Y ¿Qué niño no quiere ser como su padre?

No viví plenamente la vejez de esta doña, pues los avatares de la vida, nos fueron separando, hasta que solo iba recibiendo, noticias saludos y bendiciones. Pero aun hoy día, cuando la adultez me ha colocado cara a cara con la toma de decisiones, y veo que algún peligro aqueja mi integridad y seguridad, no puedo dejar de recordar jocosamente las sabias palabras de mi adorada abuela Josefina:

-    -   “Al pendejo, lo ven de lejos. El pendejo no llega al cielo, y, si logra entrar, lo joden aquí y lo joden allá”

Hasta poeta lírica me salió esta abuela. No puedo evitar sonreír y llorar justo cuando escribo este axioma tan de ella. Y esto, más que un aforismo cualquiera, es prácticamente, una ley.

Hoy como ley de vida, le alcanzó el turno de entregar el alma. Y es que llega un momento en donde nos toca abandonar la carcasa corpórea que nos ha cedido Dios en sucesión al momento de nuestra creación, para así dar paso a la eternidad.

Hoy Josefina, que te debes estar encontrando con mi Martina – también tu buena amiga – espero se estrechen en uno de esos abrazos calurosos y señoriales de entre ustedes y de para sus hijos. Espero estar haciendo bien el papel de nieto, que ambas me inculcaban. Y espero que en tu ceremonia de imposición de alas, puedas ver más de cerca a tantos a quienes te encomendaste, y a quien encomendaste a todos tus hijos, para poder transitar protegidos del mal,  por este pequeño segmento de infinito que nos empeñamos en llamar vida.

Hay dos cosas que jamás sabré darte: todos los agradecimientos, ni mucho menos el olvido. Siempre presente abuela.

PD: Abuela Josefina, si le ves dile que aun sigo nominado a él, y que aun defiendo su nombre como el mío propio y acotando la importancia de su misión: la anunciación. 

Buen viaje.
Paz a tu alma.
Lcdo. Rodríguez R. Gabriel J.
Gabogeno

@gabo_rodríguez3