“De sus rizos indomables”
Yacía la mañana de un lunes,
aun muy temprano, cuando aquel niño peculiar se disponía a un nuevo primer día
de clases, de aquellos días, que tanto le cargaban de energía y desbordaba esa
adrenalina infantil. Era una casa grande, blanca, de esquina, con una estación
de transporte urbano, una cabina doble de teléfonos públicos y algunos pilares
de contención, que divisaban el antecedente de numerosos accidentes
automovilísticos. El, aguardaba en el jardín. Con su lonchera en mano. Con el
rocío arropando su termo. Con el suéter azul marino abrazando su cuello.
Era una mañana hermosa,
llena de pájaros, de frío, de transeúntes trotando; A decir verdad, el infante
ni imaginaba que esa mañana iba a cambiar su vida para siempre. Iba a su primer
encuentro cercano con esa extraña aleación literaria que la humanidad denomina “amor”.
Vuelta en “U” en la avenida principal de aquel municipio, y se podía ver un modesto
transporte escolar, el cual venia por él. Una camioneta de origen nipón pero
con nombre caribeño. Era siempre puntual. La señora Zoraida. Era como su otra
madre pensaba el niño. De gafas gruesas de carey, quien fungía como choferesa.
Una mujer afable y amiga. El, observaba con detenimiento a ese vehículo
amarillo que era la señal de costumbre, para el inicio de su jornada
estudiantil. La camioneta aparcó frente al jardín. El. abordó con entusiasmo. Por
el camino, una vez saludado a todos los tripulantes, sus oídos eran fecundados
por una cantidad de mensajes alentadores, metas. Patrones y directrices,
pasaban por su mente, típicos del siempre ansiado primer día de clases, de cada
periodo escolar. Al primer cruce en la esquina, una anciana progenitora,
despedía a sus pibes.
Al
fin el colegio. Insigne, como la tez del pontífice que le daba denominación: El
Papa bueno. La tripulación descendía en perfecto orden. Una vez adentro del
recinto, se desbordaba una manada. Era como si una represa estallara. Corrían
con el alma, entre risas y carcajadas. En la competencia se advertían medias
blancas impecables, mochilas llenas de libros, y rostros llenos de sueños, de
esperanzas, de fe. La meta, el patio trasero del colegio. El objetivo, recoger
los dulces mangos de especie dudu,
que se desprendían de los casi cinco arboles del fruto, que adornaban esa
institución. Esa mañana, a diferencia de los años anteriores, él no corrió, al
parecer su subconsciente estaba preparándose, para lo que se convertiría en uno
de los más importantes días de su vida. Probablemente intuía, que desde ese día,
nada volvería a ser igual.
Hora de la formación. Tomar
Distancia. Himno del País, Himno del Estado, Himno del colegio. Palabras de la
Directora, una anciana ibérica cuyo nombre era el pilar de la disciplina en la
institución, y su vasto conocimiento, era una laguna sin fondo. La española
sufría de una enfermedad notable que descontrolaba
los movimientos de su cuerpo, sobre todo de su mano. Para el niño, eran las
últimas clases en las aulas del patio posterior: era emocionante, estaba
creciendo.
Entró
a su nuevo salón inventariando a todos sus viejos amigos, desde la etapa de
preescolar, las mejores materias de su vida: moco, piojo y plastilina. Estaban los necesarios, partieron los que
cumplieron. Habían algunas caras nuevas, entre ellas, la cara de quien
definitivamente iba a encaminar el corazón de este muchacho, a ser un baluarte
de la humanidad, sería el rostro que le acompañaría en sus sueños, todas las noches
durante muchos años. Era la mejor tarjeta de presentación que había visto en su
vida. Era la mejor forma de definir la perfección de la creación humana. Era la
cara de una niña. Era la cara de una mujer. Aquella deidad que lo hizo caer. La
cara que cambió su vida de carboncillo a color. Ese rostro, le presentó a Cupido
inyectándolo de amor.
Típico
de una primera jornada académica: presentación, algunos ya conocidos, y los “Nuevos” por presentarse. Un combo
compacto ideal, proveniente de otra unidad educativa. Había cuatro con ítalo apellidos.
Más finalmente, inmersa en su derredor, digna de una aurora boreal, con un aire
de majestuosidad anatómica único, ojos de peluche triste, de esos que te talan
la raíz del alma, y unos rizos de
espectáculo crepuscular, que cegaron e hipnotizaron, los ojos vírgenes de aquel
muchacho.
Imponente. Estaba ella allí.
Sus misericordiosos y liberadores nombres. Brillaba como una antorcha. Su solo cuarteto de iniciales le mece el alma al niño. Todo
su ser ardía y resplandecía. Su corazón, una colmena repleta de abejas, representando
emociones. Con una fisionomía, por si
fuera poco adornada, con un broche de color lusitano.
Era sencillamente perfecta.
El tiempo
hizo lo suyo, y con el paso del mismo, el impacto de esta rubia en el alma de
aquel silente niño, creció. Fueron creciendo juntos pero demasiado distantes,
había un hecho flagrante que no le permitía estar a su lado: ella, era la chica
popular y su grupo, el ideal, era su mundo. Nunca podía acceder a ella, siempre
era ignorado, pues él, era básicamente un niño que no hacía nada mejor, que
amarla a escondidas.
No lideraba
ninguna tabla de anotadores, en ningún deporte, desastroso en fútbol, era nadie
en baloncesto y ni siquiera con las pelotas de papel de aluminio con las que
jugaban béisbol durante las horas de recreo se distinguía. Y sinceramente,
estar en el cuadro de honor y cambiar sus horas de guiatura, audiovisual y
recreo, para escribir, nunca iban a ser motivo de atención para ella, aun
cuando, el ochenta por ciento de lo que su novel lápiz producía, viniese de su
musa encendida en ella.
Cuanta
tristeza envolvía su alma. Desdichado. Era “un
cero a la izquierda” como una vez ella, muy claro le hizo saber. Sin
embargo, su gordura no podía ser su más icónica característica. No podía ser
malo en todo, había algo en lo que nadie le ganaba: su terquedad. Su
testarudez. Ese amor hermoso, ese de amar en aquellas edades, cuando citar el
verbo “amar” te arrancaba un pedazo
de alma al momento de convertirlo en palabra. Era la edad en donde parir un te amo, te costaba jirones en las cuerdas
vocales. En aquel tiempo en que enamorarse tenía un verdadero significado. Sin intereses
ni caras de porcelana. Amor puro y casto como el de un niño, con nada se
compara.
Aun cuando
jamás fue correspondido, ella jamás imaginó, como resplandeció la vida de esta
noble alma. Después de todo, no son nuestros cuerpos entes con almas, son
nuestras almas entes con cuerpos. Lo físico muta. Lo etéreo perdura.
Todas las
mañanas descendía de un coche blanco, de diseño americano, pequeño, familiar,
sencillo con una pegatina azul con amarillo, alusiva a una estación radial.
Todo un ritual: primero y ante todo un beso bien sonoro con agarrada de
cachetes incluida, con su hermosísima y amigable madre – siempre sonriente la Sra.
Rocío -. Luego, abría la puerta, entre las miles de alhajas de fantasía en sus muñecas,
esperaba alguna cinta elástica con la que proseguía a domar su impetuoso y
voluminoso cabello. Introducía el brazo
en el automóvil, y era casi imposible no encorvarse cuando se colocaba el peso
de su mochila. Su flamante mochila fucsia. Termo de plástico, recubierto en
anime, cerrado con una capa de aluminio antes del enrosque de su precinto
final. Ella caminaba y se escuchaba el danzar de los hielos, inmersos en lo que
seguramente era jugo de parchita. Dios era inmensamente generoso con este
muchacho, que siempre llegaba al colegio más temprano, izaba el pabellón nacional,
y desde arriba, desde el segundo piso, podía observar sin cansancio esta
escena, todos los días de la vida. Su doncella descendiendo de su carruaje.
Cada nonada,
cada pequeño detalle circulaba en la mente del muchacho. Aquella carta infame
que él jamás escribiría, pero que todo así le señalaba, con palabras horrorosas
y antagónicas a todo aquel sentimiento casto que el profesaba por ella. Nadie
supo el origen pero ese día y con ese incidente, el muchacho estaba conociendo
algo nuevo de la vida: la mala intención.
También él, se
disfrazó en unos carnavales de vampiro, El
Conde Drácula, con un disfraz confeccionado por su abuela, que había
utilizado radiografías para entumecer el cuello de la capa, cosa que le daba
una esbeltez aterradora, perfecta para el rol. Y ella de bailarina hawaiana. Simplemente
radiante. Espectacular. El, atónito.
Un día vulgar
y común apareció, aquel controversial juego pueril, famoso por una botella
hecha ruleta. Aquel que le permitió conocer la magia de los besos. Menuda
aberración. En posición de loto, en circulo sentados bajo el aro de baloncesto,
del lado izquierdo en el patio central de formación. Algunas rondas, y algunos besos
de a picos – piquitos - iban y
venían. De aquellos sin almíbar, pero catalizadores únicos en la insurrección
de hormonas. El rió muchísimo, era como una picardía infantil, muy alejada a su
perfil de vida. Sin dejar de observarla, el veía perfección hasta en la prominente
diastema que sufrían los dientes frontales de la rubia, al fin y al cabo, el también
sufría esa anomalía. La botella era verde, de una bebida gaseosa de
limón; obviamente procedente de la cantina escolar. Una mano inocente giraba la
botella con todo su poder. Vueltas y más vueltas. Se detuvo. Otra niña,
pelirroja le tocó ordenar a ella, a la inalcanzable.
-
Te ordeno le des un beso a…
El, escuchó su
nombre claramente. Aun reía de ver como sus amiguitos se besaban. Cayó en un
letargo repentino. Sus ojos se cristalizaron y empezó la cabalgata cardíaca. Su
pericardio se desprendía. Ella se levantó, sacudió su falda, se irguió y empezó
a caminar lentamente al exterior de la circunferencia. Confundido, su corazón
se detuvo de un sopetón. Ella se desvió y miró fijamente a la taheña que impartía la orden, paró en seco frente a
ella, y pronunció esta frase con el aguzado filo de una espada samurái:
-
¿Sabes? Prefiero no jugar más nunca, a tener que besar a este “cero a la izquierda”
El, fue
invadido por un silencio sepulcral, fúnebre, lúgubre, ominoso. Todos los ojos le apuntaban. Actividad lacrimal
latente. Pestañas temblorosas. Nudo gutural. Justo cuando ella subió un pié
para abandonar el círculo humano, aquel niño tratando de no dejar escapar el
alma por las ranuras de su tétrica pena, intervino rompiendo el silencio:
-
Detente – le dirigió a ella con el amor intacto, pero sin alma.
-
Si hay alguien fuera de lugar aquí, soy yo – una lagrima gruesa y espesa
rodó por su mejilla – si hay alguien, que no pertenece a este juego, soy yo. La
razón de este juego, eres tú, no me quiero quedar con el remordimiento y la
culpa de que algunos no puedan materializar en sadismo, lo que para mí siempre
será un sueño: besarte.
Se levantó.
Cabizbajo. Todos lo miraban. Corrió cual saeta a su salón, subió los peldaños
de las escaleras de tres en tres. Se desplomó en su pupitre, y lloró, con la
misma indomabilidad y fuerza con la que se acostumbró a la postre, a amarla. Fue
la primera vez que este personaje, perdía una vida.
Una vez
intentó bailar en un acto de fin de año. Cosa para lo que no era malo. Era
pésimo. El ser humano puede llegar a rayar en cualquier ridiculez con tal de
lograr sus objetivos.
Como aquellas
famosas diez de Egipto. Locura de canción. Ocho niños y ocho niñas protagonistas
de un sorteo; El pequeñín, con la simple sensación de que podría bailar con
ella, ya se sentía estar, en una de esas opulentas ceremonias donde eligen las
próximas sedes de mundiales de fútbol u olimpiadas. Su corazón se quería salir de
su pecho, podía sentir, como el distintivo (insignia) del colegio palpitaba en su
uniforme blanco. Primera pareja: fulano y fulana, segunda pareja: zutano y zutana…
así sucesivamente, y como si el infausto Cortázar estuviera presente, quedaban dos parejas por definir. El, jugaba
con su imaginación hasta en los momentos más delicados de su vida, escuchaba en
su subconsciente:
-
Si por algún motivo ajeno a su voluntad, la ganadora o ganador no
pudiere ejercer su cargo, el mismo será ocupado inmediatamente por el segundo
lugar.
Y
reía, en primer plano, recordando a los moderadores u oradores y la frase que
siempre dicen en los certámenes de belleza de su país en los momentos cruciales.
Y de segundo plano, (volviendo a la realidad), era imposible pensar que podía
bailar con ella, la inalcanzable. Los caballeros se acercaron al escritorio y
tomaron un papel cada uno. Había algo raro. La profesora daba el papel en las
manos. Cuando el pequeño, desplegó su papel y leyó el nombre, pensó por un
momento que iba a ser víctima de un accidente cerebro vascular o que alguna
cámara cándida circundaba por los techos del salón de clases: su papel, decía
en perfecto y metódico Palmer, su
nombre y apellido. Ella. Fue el momento más feliz que almacenó en sus depósitos
de memoria por muchos años. Esa noche durmió como un serafín.
Pudo
hablarle con frecuencia, escuchar su
opinión de los pasos de la coreografía, oír embelesado cada palabra que
pronunciaban esos labios tan cerca de su propia cara, mientras sus brazos
rodeaban la diminuta cintura de ella y los de ella rodeaban sin afán, el cuello
de su selecto galán. Su aliento se mezclaba con la precoz respiración del
chico. Esas fueron las escenas más cercanas a un beso que pudo experimentar. Nunca
dejó de repetirse mentalmente los ardientes ojos de la chica dirigiéndose a los
suyos. Vaya gloria de momento. Al final de aquel ensayo, la profesora dijo que
quería, redistribuir. Casi se arrodilla, llora y grita en silencio:
-
¿cómo me la van a quitar?
Sentía
que le iban a arrancar un órgano, un pulmón, la médula espinal. La
redistribución solo favorecía a dos parejas, entre ellas, la de él, pues eran
simétricos en estatura: jamás se alegró de ser del mismo tamaño de alguien como
ese día, pensó que eso era una señal y se siguió ilusionando, y alimentándose
de ella. De su energía.
Fue su primer encuentro, con la primera criatura en su
vida con la que podía traducir aquel lenguaje del amor. Aquella, la mujer que
le hacía hablar en secreto a su corazón. Era la primogénita en su vida. Inclusive
cuando fue nombrado orador de orden del discurso de fin de año, mientras su voz
recitaba de memoria las líneas que había hilvanado, sus ojos iban dirigidos a
ella y a sus rizos, puesto que probablemente, ese iba a ser uno de los últimos días
de su vida, en que la vería.
Efectivamente
así fue el colofón. Cual Cupido vestido de negro, con retazos de tela ondeados
por la brisa marina, era ella, la causante de que un niño como él, escribiese
al final de su cuaderno cuadriculado de matemáticas, caligrafías de aquella fémina,
nombres y líneas así:
Resultado de la combinación de técnicas
Y teorías extrañas del color
Mi imagino a mi grande señor
Diseñando tu genealogía étnica
Con un juego geométrico mágico
Y ángulos celestiales
La providencia dibujo cual cristales
Unas perlas de ojos ácidos
Ojos húmedos de mirada profunda
Que combinados con tu juego de cejas
Mirarte daba la moraleja
De no querer dejarte nunca
Menudos ápices de elegancia
Cerraban tus ángulos oculares
Haciendo acrobacias y malabares
Con mis sentimientos de infancia
Eran tus ojos los portales
De una dimensión desconocida
Que encendieron la chispa en mi vida
De amoríos anormales
Bendito el perfil de tu nariz
Con líneas de ascendencia renacentista
Eran genes de ángel o artista
Era la ergonomía de una esbelta perdiz
Esos labios de hechizo cardiaco
Que encendían el fuego flameante
De un corazón crepitante
Cual sueño afrodisiaco
Labios de almíbar dulce y transparente
Pronunciados en un claroscuro tono
Aun en sueños contorno
Miles de formas de tenerles
Eran motitas de carne trémula
De los cuales jamás podría gozar
Pero pensarlos no me daba pesar
Aunque fuera una escena incrédula
Aunque nunca probé tu labial estancia
Bien así falleciendo de ganas
Circunda en mi mente pagana
Un pensamiento que enaltece mi infancia:
Utópica la idea de que algún otro niño
En sus pensamientos de infante
Soñó alguna vez besarte
Con mi inocencia y cariño.
Lcdo. Rodríguez R. Gabriel J.
Gabogeno
@gabo_rodríguez3