“La abuela
del arcángel”
Probablemente la ausencia
de una figura paternal contundente, sostenible y perenne en mi niñez, sea la
causante de una manía que, cuando efebo, solía desempeñar con motora astucia. Adopté
un centenar de abuelas, que hacían de mí, una orquesta de letanías
benedictinas, en cada evento o tertulia asistida. Tuve una cantidad innumerable de mujeres
guapas, solemnes y beneméritas que hicieron de mi niñez, un mundo maravilloso.
Esplendidas madres con esa condición que no confinaban su maternidad ha media
docena de crías, era una sensación de compromiso maternal tan arraigada, que
parecían madres de todos. Con personajes
así tengo para escribir una enciclopedia, pero para recordar con amplio
detalle, dudo que tenga algún recuerdo más lucido y presente, que la que a
continuación suscribo.
- - ¿Abuela
por qué estos edificios se llaman Madre Vieja?
- - “Porque mas va a ser
hijo: porque vivo yo, tu Madre Vieja”.
De una estatura
inversamente proporcional al tamaño de su corazón, era esta hermosa viejecita.
Con un poder de la palabra y de la oración que, jamás volví a ver en mi hoy
treintena de años vida. Cada movimiento, cada decisión, cada paso, cada logro,
cada desacierto, era entregado – casi creo oírla in situ – a la inefable espada de San Miguel Arcángel. Una vez – y
bastó esa para no olvidar jamás – me sostuvo con fuerza la mano, y me dijo:
- - “Usted tiene un nombre de
mucha responsabilidad, usted es un niño y será un hombre que debe portarse muy,
pero muy bien”
- - ¿Y
eso abuela? – Respondí inexperto.
- - “Usted mi nieto, tiene el
nombre de un Arcángel, no de un ángel. Eso es una hidalguía celestial, que
separa a estos pocos personajes, del resto de la corte celestial; Así, que
cuando usted escuche que le digan: ¡Como el ángel Gabriel! siempre corríjalos
haciendo la salvedad de la importancia de su cargo: Arcángel. Y no cualquier
arcángel: el Arcángel de la anunciación. No olvide eso mi nieto”.
Han pasado más de dos
décadas de ese pequeño incidente, y hasta el sol de hoy se ha hecho un cliché
de mi parte, corregir en las personas, a tan peculiar alegoría.
En su albornoz o bata –
prenda en la que aun le recuerdo - me envolví más de una vez cuando mi vida no
alcanzaba aun la decena de años. Y más de una vez me sacó el pulgar de la boca,
digamos que no con mucha delicadeza. Manía que entre sus nietos, si mal no
recuerdo, no era yo el único que la tenía. Acotando que aunque
consanguíneamente no era su nieto, la mescolanza que tuve con los
verdaderamente suyos, me dio este apelativo, mas el derecho – según yo – de
escribir con un nudo en la garganta, estas humildes líneas.
Al igual que mi abuela
materna, esta viejecita tenía la facultad, de estar formándote el más grande de
los pleitos, con palabras tan dulces que se recibían como la más grande caricia
parlante jamás escuchada.
La grandilocuencia de
este personaje, era sin duda, uno de los atributos que mas me encantaban de su
personalidad. Una tez de seriedad irrevocable. Unos espejuelos de pastas
gruesas, y ojos achinados. Una elegancia aristocrática digna de cualquier
realeza. Un don de mando preciso y tajante. Y entre otras cosas, así cual
vaquero que donde coloca el ojo coloca la bala, esta – mi abuela putativa –
donde colocaba su amistad, dejaba integro el corazón.
Esto último lo
digo, pues la amistad que unió a este ser hermoso con mi señora madre, fue algo
extraordinariamente inextinguible. En esos puntos de quiebre, en donde la
debilidad tuerce y escuece el corazón de los seres humanos, en esas ocasiones en donde se iba sin anuncio
la luz al final del túnel, en esas situaciones donde la ceguera te invitaba a
la rendición, aparecía ella, sin floritura ni mingonería te espabilaba
espetando:
- - ¡Párese
carajo! Usted es un/una – mujer, hombre, niño, dependiendo del caso – muy
grande para estar sucumbiendo ante esas nimiedades. Yo se que usted tiene para
hacer eso y más, y si se lo propone, mucho mejor. Así que adelante.
Y vaya que esto se lo oí
decir hasta el hartazgo: Adelante hijo, adelante.
Palabras que de inmediato
te rescataban del abismo y te ayudaban nuevamente a andar. Entre sus haberes
también me regaló a una hija con la que siempre jugué de niño que era mi novia
– obvio a escondidas de su pareja – (Risas), Pero, cual novia podía tener una
criatura de ocho años. Mi muy buena amiga, y también madre. La cual a su vez,
me regaló también par de hijas, también hermanas – cito par, pues para entonces
era un par. Madre a quien también recuerdo con el más caluroso cariño.
Injusto sería olvidar, los
auto palmazos en el lomo que se daba mi abuelita, cuando le tocaba recordar,
donde reposaba el esfuerzo de haber sacado adelante a todos sus hijos:
- - “Con el sudor de la
frente, y con el esfuerzo de este lomo hijo, de este lomo – palmadas sonaban –
levanté yo a todos mis hijos”.
Hijos a los que mostraba
con orgullo, en un relicario metálico, en forma de árbol ramificado, que yacía
hace años en la sala de su apartamento. Gente que me abrió no solos puertas de
sus casas, sino también las de la primera mía.
De qué manera olvidar,
las paraduras del niño Dios, confeccionadas con tanto amor, dedicación,
delicadeza y belleza por esta hermosa viejecita y su combo familiar. Yo
caminaba – a su lado y al de mi mamá - con una vela encendida en la mano,
raspando el alquitrán del suelo con mis pequeños zapatos, recitando lo primero
que me aprendí de memoria en la vida - el Padre Nuestro – en las calles del
municipio que me vio nacer, mientras la pirotecnia iluminaba el manto oscuro de la noche y se confundía con el espectáculo
estelar de los cielos aquellos decembrinos. Aquellos gélidos diciembres de esos
cielos estrellados. Oraba con una fe fulgurante. Y si de casualidad me perdía,
al subir la cara ya estaba ella subiendo la voz para yo reenganchar la oración,
y seguir a la muchedumbre.
En esos tiempos yo solía
anhelar ser arquitecto, puesto que – otro hijo capturado de su seno – cargaba
con esta distintiva profesión. Y para ese entonces éramos tan apegados que fue
el primer atisbo paternal que conocí. Y ¿Qué niño no quiere ser como su padre?
No viví plenamente la
vejez de esta doña, pues los avatares de la vida, nos fueron separando, hasta
que solo iba recibiendo, noticias saludos y bendiciones. Pero aun hoy día,
cuando la adultez me ha colocado cara a cara con la toma de decisiones, y veo
que algún peligro aqueja mi integridad y seguridad, no puedo dejar de recordar
jocosamente las sabias palabras de mi adorada abuela Josefina:
- - “Al pendejo, lo ven de
lejos. El pendejo no llega al cielo, y, si logra entrar, lo joden aquí y lo
joden allá”
Hasta poeta lírica me
salió esta abuela. No puedo evitar sonreír y llorar justo cuando escribo este
axioma tan de ella. Y esto, más que un aforismo cualquiera, es prácticamente,
una ley.
Hoy como ley de vida, le alcanzó
el turno de entregar el alma. Y es que llega un momento en donde nos toca
abandonar la carcasa corpórea que nos ha cedido Dios en sucesión al momento de
nuestra creación, para así dar paso a la eternidad.
Hoy Josefina, que te
debes estar encontrando con mi Martina – también tu buena amiga – espero se
estrechen en uno de esos abrazos calurosos y señoriales de entre ustedes y de
para sus hijos. Espero estar haciendo bien el papel de nieto, que ambas me
inculcaban. Y espero que en tu ceremonia de imposición de alas, puedas ver más
de cerca a tantos a quienes te encomendaste, y a quien encomendaste a todos tus
hijos, para poder transitar protegidos del mal,
por este pequeño segmento de infinito que nos empeñamos en llamar vida.
Hay dos cosas que jamás
sabré darte: todos los agradecimientos, ni mucho menos el olvido. Siempre
presente abuela.
PD: Abuela Josefina, si
le ves dile que aun sigo nominado a él, y que aun defiendo su nombre como el
mío propio y acotando la importancia de su misión: la anunciación.
Buen viaje.
Paz a tu alma.
Lcdo. Rodríguez R.
Gabriel J.
Gabogeno
@gabo_rodríguez3
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