domingo, 28 de diciembre de 2014


“Taller redentor de almas”

Con el susto intrínseco de cada toma de decisiones, él, un chico taciturno, cargado de sus maletas de sueños, se detuvo frente a la edificación. Exploró un poco ante la geometría de la misma. Algunos afables canes le fueron a recibir. Una cadena y el sonido áspero de su pendular rompían al espeso silencio. Leyó una inscripción muy modesta de dualidad, que identificaba el lugar. Respiró hondo y anduvo.

Con su propia autorización, luego de tocar fuerte el portón que sirve de centinela al lugar, decidió hacerse paso. El portal metálico rechinó, y el despliegue herrumbroso de sus engranajes le dio la bienvenida.  

La penumbra se desintegró y la luz que permeaban las altas persianas le dio brillo a su vestimenta. Era el presagio de la misma incandescencia, que una vez inmerso, le daría este lugar a su alma. Acercó su oído a la rendija de una nueva puerta, esta vez de vidrio, y cuando escuchó pasos avecinarse pensó en huir. Sin embargo, un repentino peso en sus pies le detuvo. Una trémula y fémina mano hizo apertura del portal. Una dulce y amigable dama de anteojos y con un libro en mano, dedicó una sonrisa cegadora al improvisado comensal.

Él la vió y, aun cuando no fueron más de seis palabras las que ella pudo decir, él sintió que  esta anfitriona, levitaba en una alfombra de humo blanco intelectual. Parecía un pilar andante encofrado de letras, música, locura y humanidad.

De manera inmediata surgió un nuevo personaje. Un señor también de gafas, de barba estilo Cortázar, con guantes plásticos amarillos y sosteniendo una herramienta de bricolaje. Su estampa bloqueaba todo intento de ignorancia.

Este nuevo arco humano fue el último filtro, para que él, el chico taciturno y su equipaje onírico, estuviese dentro de la fortaleza. Guiado de esta pareja, daba sus pasos dentro de esa magia arquitectónica, que daba la impresión de ser un cubo, de ser una galería, museo, mezquita, universidad, biblioteca, teatro, y lo más apasionante para él, de ser un hogar, un dulce hogar donde guarnecían sueños. Un taller redentor de almas.

Una vez trastocado por la estructura, y dentro de las entrañas de la misma, cerró los ojos, respiró hondo, y saboreó la idea de seguridad, el envión anímico que te da la esperanza moribunda, de que no todo está perdido.

La casa estaba posesa. Sus ojos recorrían con ardor todo. No había dejado descansar sus ojos de un conflicto centrifugado de color, cuando el alboroto ominoso de una escala de grises le golpeaba la perspectiva. Cuadros, pinturas, esculturas, libros, discos, películas, vino, todo un tornado letrado y filosófico, que le invitaba a continuar. El discurso introito de sus guías, era como un cuento pueril, una crónica de Lewis. Madera, hierro, cartón, papel, alambre, hilos, harapos y jirones de tela amalgamaban todas las corrientes, métodos, teorías y rasgos antagónicos al detritus que estaba fuera de esas altas paredes. La fascinación lo hipnotizaba. Caminaba con las manos desplegadas para tantear y  evitar tropezar. Tenía la sensación de que el tiempo se haría corto para poder admirar toda esa magia. 

Sintió la presencia de una nueva figura a su lado. Su alma. Él observando a su alma admirándolo. Aplaudiéndolo. Sonriendo. Amando. Se sentó en un canapé absorto en el vértigo experimentado, a inventariar y redefinir el espacio físico, y su alma se le reía de tanta torpeza. Molduras sin oleo, cuerpos sin testas, zapatos blancos puntiagudos sin cuerpos, estructuras solitarias. Poco a poco se iba nutriendo y llenando esa inmensa maleta de sueños, de tal forma,  multiplicándose. Su alma acostada  en el taller, poco a poco se iba reconstituyendo, transformando, reviviendo.

Habló de artistas, de artes, de países, de comida, viajes, prosas, poesías y poetas. La simpática pareja europea se estaba vaciando por completo, y él fenómeno de sus maletas le parecía ridículo: mientras más se llenaban, menos pesaban.  La soledad, era solo era un mal recuerdo.
Para que la locura se apoderara, si es que aun no lo había hecho, le brindaron un humeante café. Para que la dilatación de los sentidos llegase a su clímax. Su alma se iba restableciendo.

Habló en francés. Observó avivar el fuego en cada obra, el esfuerzo reflejado en el pintor, el fotógrafo enjugando su frente, el poeta afilando minas, divisó el interprete y sus cuidados de voz, a la bailarina liberando sus rizos en consonancia de su calistenia, al compositor, al escritor, al poeta con el mentón reposado y homogenizando su trago. Pudo notar al ebanista limpiando su plano de trabajo, y sollozó al ver, que tanto de cada uno de ellos tenía su alma, que inclinada en un diván se avivaba satisfactoriamente.

Culminado el segundo café y admirando aun las texturas arrastrándose por las paredes los sorprendieron las altas horas de la noche, y tristemente llegaba la hora del fin de la velada.

El manto negro salpicado de estrellas ya era inminente. Su alma ya estaba de pie, enérgica, minada en adrenalina, con las manos sucias de óleo, anestesiada de locura en un letargo de fe. Su avatar no corpóreo, estaba recargada en hebras de pincel, atolondrada con el extraño olor sintético del lugar.   

Con la pena de toda partida, él se despidió parcialmente de lo que después sería su casa, su templo, su refugio. Estrechó las manos de sus agradables habitantes, les bautizó como familia, se colgó de nuevo el alma al cuerpo con la fe de la incidencia de aquel lugar, en ese ahora su todopoderoso alter ego etéreo. Agradecido con la providencia  y su congruente prudencia, salió con una sonrisa tatuada y pudo ver inmediatamente con su compañera intangible ya instalada, los efectos de este particular taller redentor de almas.



 Lcdo. Rodríguez R. Gabriel J.
Gabogeno
@gabo_rodríguez3









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