“Taller
redentor de almas”
Con el susto intrínseco de
cada toma de decisiones, él, un chico taciturno, cargado de sus maletas de
sueños, se detuvo frente a la edificación. Exploró un poco ante la geometría de
la misma. Algunos afables canes le fueron a recibir. Una cadena y el sonido áspero
de su pendular rompían al espeso silencio. Leyó una inscripción muy modesta de
dualidad, que identificaba el lugar. Respiró hondo y anduvo.
Con su propia autorización,
luego de tocar fuerte el portón que sirve de centinela al lugar, decidió
hacerse paso. El portal metálico rechinó, y el despliegue herrumbroso de sus
engranajes le dio la bienvenida.
La penumbra se desintegró
y la luz que permeaban las altas persianas le dio brillo a su vestimenta. Era
el presagio de la misma incandescencia, que una vez inmerso, le daría este
lugar a su alma. Acercó su oído a la rendija de una nueva puerta, esta vez de
vidrio, y cuando escuchó pasos avecinarse pensó en huir. Sin embargo, un
repentino peso en sus pies le detuvo. Una trémula y fémina mano hizo apertura
del portal. Una dulce y amigable dama de anteojos y con un libro en mano,
dedicó una sonrisa cegadora al improvisado comensal.
Él la vió y, aun cuando
no fueron más de seis palabras las que ella pudo decir, él sintió que esta anfitriona, levitaba en una alfombra de
humo blanco intelectual. Parecía un pilar andante encofrado de letras, música,
locura y humanidad.
De manera inmediata surgió
un nuevo personaje. Un señor también de gafas, de barba estilo Cortázar, con
guantes plásticos amarillos y sosteniendo una herramienta de bricolaje. Su
estampa bloqueaba todo intento de ignorancia.
Este nuevo arco humano fue
el último filtro, para que él, el chico taciturno y su equipaje onírico, estuviese
dentro de la fortaleza. Guiado de esta pareja, daba sus pasos dentro de esa
magia arquitectónica, que daba la impresión de ser un cubo, de ser una galería,
museo, mezquita, universidad, biblioteca, teatro, y lo más apasionante para él,
de ser un hogar, un dulce hogar donde guarnecían sueños. Un taller redentor de
almas.
Una vez trastocado por la
estructura, y dentro de las entrañas de la misma, cerró los ojos, respiró
hondo, y saboreó la idea de seguridad, el envión anímico que te da la esperanza
moribunda, de que no todo está perdido.
La casa estaba posesa. Sus
ojos recorrían con ardor todo. No había dejado descansar sus ojos de un
conflicto centrifugado de color, cuando el alboroto ominoso de una escala de
grises le golpeaba la perspectiva. Cuadros, pinturas, esculturas, libros,
discos, películas, vino, todo un tornado letrado y filosófico, que le invitaba
a continuar. El discurso introito de sus guías, era como un cuento pueril, una
crónica de Lewis. Madera, hierro, cartón, papel, alambre, hilos, harapos y
jirones de tela amalgamaban todas las corrientes, métodos, teorías y rasgos antagónicos
al detritus que estaba fuera de esas altas paredes. La fascinación lo
hipnotizaba. Caminaba con las manos desplegadas para tantear y evitar tropezar. Tenía la sensación de que el
tiempo se haría corto para poder admirar toda esa magia.
Sintió la presencia de
una nueva figura a su lado. Su alma. Él observando a su alma admirándolo. Aplaudiéndolo.
Sonriendo. Amando. Se sentó en un canapé absorto en el vértigo experimentado, a
inventariar y redefinir el espacio físico, y su alma se le reía de tanta
torpeza. Molduras sin oleo, cuerpos sin testas, zapatos blancos puntiagudos sin
cuerpos, estructuras solitarias. Poco a poco se iba nutriendo y llenando esa
inmensa maleta de sueños, de tal forma, multiplicándose.
Su alma acostada en el taller, poco a
poco se iba reconstituyendo, transformando, reviviendo.
Habló de artistas, de
artes, de países, de comida, viajes, prosas, poesías y poetas. La simpática pareja
europea se estaba vaciando por completo, y él fenómeno de sus maletas le
parecía ridículo: mientras más se llenaban, menos pesaban. La soledad, era solo era un mal recuerdo.
Para que la locura se
apoderara, si es que aun no lo había hecho, le brindaron un humeante café. Para
que la dilatación de los sentidos llegase a su clímax. Su alma se iba restableciendo.
Habló en francés. Observó
avivar el fuego en cada obra, el esfuerzo reflejado en el pintor, el fotógrafo
enjugando su frente, el poeta afilando minas, divisó el interprete y sus
cuidados de voz, a la bailarina liberando sus rizos en consonancia de su
calistenia, al compositor, al escritor, al poeta con el mentón reposado y
homogenizando su trago. Pudo notar al ebanista limpiando su plano de trabajo, y
sollozó al ver, que tanto de cada uno de ellos tenía su alma, que inclinada en
un diván se avivaba satisfactoriamente.
Culminado el segundo café
y admirando aun las texturas arrastrándose por las paredes los sorprendieron
las altas horas de la noche, y tristemente llegaba la hora del fin de la
velada.
El manto negro salpicado
de estrellas ya era inminente. Su alma ya estaba de pie, enérgica, minada en
adrenalina, con las manos sucias de óleo, anestesiada de locura en un letargo
de fe. Su avatar no corpóreo, estaba recargada en hebras de pincel, atolondrada
con el extraño olor sintético del lugar.
Con la pena de toda
partida, él se despidió parcialmente de lo que después sería su casa, su templo,
su refugio. Estrechó las manos de sus agradables habitantes, les bautizó como
familia, se colgó de nuevo el alma al cuerpo con la fe de la incidencia de aquel
lugar, en ese ahora su todopoderoso alter ego etéreo. Agradecido con la
providencia y su congruente prudencia,
salió con una sonrisa tatuada y pudo ver inmediatamente con su compañera
intangible ya instalada, los efectos de este particular taller redentor de
almas.
Lcdo. Rodríguez R. Gabriel J.
Gabogeno
@gabo_rodríguez3
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