sábado, 27 de diciembre de 2014

            
“De sus rizos indomables”

Yacía la mañana de un lunes, aun muy temprano, cuando aquel niño peculiar se disponía a un nuevo primer día de clases, de aquellos días, que tanto le cargaban de energía y desbordaba esa adrenalina infantil. Era una casa grande, blanca, de esquina, con una estación de transporte urbano, una cabina doble de teléfonos públicos y algunos pilares de contención, que divisaban el antecedente de numerosos accidentes automovilísticos. El, aguardaba en el jardín. Con su lonchera en mano. Con el rocío arropando su termo. Con el suéter azul marino abrazando su cuello.

Era una mañana hermosa, llena de pájaros, de frío, de transeúntes trotando; A decir verdad, el infante ni imaginaba que esa mañana iba a cambiar su vida para siempre. Iba a su primer encuentro cercano con esa extraña aleación literaria que la humanidad denomina “amor”. Vuelta en “U” en la avenida principal de aquel municipio, y se podía ver un modesto transporte escolar, el cual venia por él. Una camioneta de origen nipón pero con nombre caribeño. Era siempre puntual. La señora Zoraida. Era como su otra madre pensaba el niño. De gafas gruesas de carey, quien fungía como choferesa. Una mujer afable y amiga. El, observaba con detenimiento a ese vehículo amarillo que era la señal de costumbre, para el inicio de su jornada estudiantil. La camioneta aparcó frente al jardín. El. abordó con entusiasmo. Por el camino, una vez saludado a todos los tripulantes, sus oídos eran fecundados por una cantidad de mensajes alentadores, metas. Patrones y directrices, pasaban por su mente, típicos del siempre ansiado primer día de clases, de cada periodo escolar. Al primer cruce en la esquina, una anciana progenitora, despedía a sus pibes.

            Al fin el colegio. Insigne, como la tez del pontífice que le daba denominación: El Papa bueno. La tripulación descendía en perfecto orden. Una vez adentro del recinto, se desbordaba una manada. Era como si una represa estallara. Corrían con el alma, entre risas y carcajadas. En la competencia se advertían medias blancas impecables, mochilas llenas de libros, y rostros llenos de sueños, de esperanzas, de fe. La meta, el patio trasero del colegio. El objetivo, recoger los dulces mangos de especie dudu, que se desprendían de los casi cinco arboles del fruto, que adornaban esa institución. Esa mañana, a diferencia de los años anteriores, él no corrió, al parecer su subconsciente estaba preparándose, para lo que se convertiría en uno de los más importantes días de su vida. Probablemente intuía, que desde ese día, nada volvería a ser igual.

Hora de la formación. Tomar Distancia. Himno del País, Himno del Estado, Himno del colegio. Palabras de la Directora, una anciana ibérica cuyo nombre era el pilar de la disciplina en la institución, y su vasto conocimiento, era una laguna sin fondo. La española sufría de  una enfermedad notable que descontrolaba los movimientos de su cuerpo, sobre todo de su mano. Para el niño, eran las últimas clases en las aulas del patio posterior: era emocionante, estaba creciendo.

            Entró a su nuevo salón inventariando a todos sus viejos amigos, desde la etapa de preescolar, las mejores materias de su vida: moco, piojo y plastilina. Estaban los necesarios, partieron los que cumplieron. Habían algunas caras nuevas, entre ellas, la cara de quien definitivamente iba a encaminar el corazón de este muchacho, a ser un baluarte de la humanidad, sería el rostro que le acompañaría en sus sueños, todas las noches durante muchos años. Era la mejor tarjeta de presentación que había visto en su vida. Era la mejor forma de definir la perfección de la creación humana. Era la cara de una niña. Era la cara de una mujer. Aquella deidad que lo hizo caer. La cara que cambió su vida de carboncillo a color. Ese rostro, le presentó a Cupido inyectándolo de amor.

            Típico de una primera jornada académica: presentación, algunos ya conocidos, y los “Nuevos” por presentarse. Un combo compacto ideal, proveniente de otra unidad educativa. Había cuatro con ítalo apellidos. Más finalmente, inmersa en su derredor, digna de una aurora boreal, con un aire de majestuosidad anatómica único, ojos de peluche triste, de esos que te talan la raíz  del alma, y unos rizos de espectáculo crepuscular, que cegaron e hipnotizaron, los ojos vírgenes de aquel muchacho.

Imponente. Estaba ella allí. Sus misericordiosos y liberadores nombres. Brillaba como una antorcha. Su solo cuarteto de iniciales le mece el alma al niño. Todo su ser ardía y resplandecía. Su corazón, una colmena repleta de abejas, representando emociones.  Con una fisionomía, por si fuera poco adornada, con un broche de color lusitano. Era sencillamente perfecta.
El tiempo hizo lo suyo, y con el paso del mismo, el impacto de esta rubia en el alma de aquel silente niño, creció. Fueron creciendo juntos pero demasiado distantes, había un hecho flagrante que no le permitía estar a su lado: ella, era la chica popular y su grupo, el ideal, era su mundo. Nunca podía acceder a ella, siempre era ignorado, pues él, era básicamente un niño que no hacía nada mejor, que amarla a escondidas.

No lideraba ninguna tabla de anotadores, en ningún deporte, desastroso en fútbol, era nadie en baloncesto y ni siquiera con las pelotas de papel de aluminio con las que jugaban béisbol durante las horas de recreo se distinguía. Y sinceramente, estar en el cuadro de honor y cambiar sus horas de guiatura, audiovisual y recreo, para escribir, nunca iban a ser motivo de atención para ella, aun cuando, el ochenta por ciento de lo que su novel lápiz producía, viniese de su musa encendida en ella.

Cuanta tristeza envolvía su alma. Desdichado. Era “un cero a la izquierda” como una vez ella, muy claro le hizo saber. Sin embargo, su gordura no podía ser su más icónica característica. No podía ser malo en todo, había algo en lo que nadie le ganaba: su terquedad. Su testarudez. Ese amor hermoso, ese de amar en aquellas edades, cuando citar el verbo “amar” te arrancaba un pedazo de alma al momento de convertirlo en palabra. Era la edad en donde parir un te amo, te costaba jirones en las cuerdas vocales. En aquel tiempo en que enamorarse tenía un verdadero significado. Sin intereses ni caras de porcelana. Amor puro y casto como el de un niño, con nada se compara.

Aun cuando jamás fue correspondido, ella jamás imaginó, como resplandeció la vida de esta noble alma. Después de todo, no son nuestros cuerpos entes con almas, son nuestras almas entes con cuerpos. Lo físico muta. Lo etéreo perdura.

Todas las mañanas descendía de un coche blanco, de diseño americano, pequeño, familiar, sencillo con una pegatina azul con amarillo, alusiva a una estación radial. Todo un ritual: primero y ante todo un beso bien sonoro con agarrada de cachetes incluida, con su hermosísima y amigable madre – siempre sonriente la Sra. Rocío -. Luego, abría la puerta, entre las miles de alhajas de fantasía en sus muñecas, esperaba alguna cinta elástica con la que proseguía a domar su impetuoso y voluminoso cabello.  Introducía el brazo en el automóvil, y era casi imposible no encorvarse cuando se colocaba el peso de su mochila. Su flamante mochila fucsia. Termo de plástico, recubierto en anime, cerrado con una capa de aluminio antes del enrosque de su precinto final. Ella caminaba y se escuchaba el danzar de los hielos, inmersos en lo que seguramente era jugo de parchita. Dios era inmensamente generoso con este muchacho, que siempre llegaba al colegio más temprano, izaba el pabellón nacional, y desde arriba, desde el segundo piso, podía observar sin cansancio esta escena, todos los días de la vida. Su doncella descendiendo de su carruaje.

Cada nonada, cada pequeño detalle circulaba en la mente del muchacho. Aquella carta infame que él jamás escribiría, pero que todo así le señalaba, con palabras horrorosas y antagónicas a todo aquel sentimiento casto que el profesaba por ella. Nadie supo el origen pero ese día y con ese incidente, el muchacho estaba conociendo algo nuevo de la vida: la mala intención.

También él, se disfrazó en unos carnavales de vampiro, El Conde Drácula, con un disfraz confeccionado por su abuela, que había utilizado radiografías para entumecer el cuello de la capa, cosa que le daba una esbeltez aterradora, perfecta para el rol.  Y ella de bailarina hawaiana. Simplemente radiante. Espectacular. El, atónito.

Un día vulgar y común apareció, aquel controversial juego pueril, famoso por una botella hecha ruleta. Aquel que le permitió conocer la magia de los besos. Menuda aberración. En posición de loto, en circulo sentados bajo el aro de baloncesto, del lado izquierdo en el patio central de formación. Algunas rondas, y algunos besos de a picos – piquitos - iban y venían. De aquellos sin almíbar, pero catalizadores únicos en la insurrección de hormonas. El rió muchísimo, era como una picardía infantil, muy alejada a su perfil de vida. Sin dejar de observarla, el veía perfección hasta en la prominente diastema que sufrían los dientes frontales de la rubia, al fin y al cabo, el también sufría esa anomalía.   La botella era verde, de una bebida gaseosa de limón; obviamente procedente de la cantina escolar. Una mano inocente giraba la botella con todo su poder. Vueltas y más vueltas. Se detuvo. Otra niña, pelirroja le tocó ordenar a ella, a la inalcanzable.

-       Te ordeno le des un beso a…

El, escuchó su nombre claramente. Aun reía de ver como sus amiguitos se besaban. Cayó en un letargo repentino. Sus ojos se cristalizaron y empezó la cabalgata cardíaca. Su pericardio se desprendía. Ella se levantó, sacudió su falda, se irguió y empezó a caminar lentamente al exterior de la circunferencia. Confundido, su corazón se detuvo de un sopetón. Ella se desvió y miró fijamente a la taheña  que impartía la orden, paró en seco frente a ella, y pronunció esta frase con el aguzado filo de una espada samurái:

-       ¿Sabes? Prefiero no jugar más nunca, a tener que besar a este “cero a la izquierda”

El, fue invadido por un silencio sepulcral, fúnebre, lúgubre, ominoso.  Todos los ojos le apuntaban. Actividad lacrimal latente. Pestañas temblorosas. Nudo gutural. Justo cuando ella subió un pié para abandonar el círculo humano, aquel niño tratando de no dejar escapar el alma por las ranuras de su tétrica pena, intervino rompiendo el silencio:

-       Detente – le dirigió a ella con el amor intacto, pero sin alma.
-       Si hay alguien fuera de lugar aquí, soy yo – una lagrima gruesa y espesa rodó por su mejilla – si hay alguien, que no pertenece a este juego, soy yo. La razón de este juego, eres tú, no me quiero quedar con el remordimiento y la culpa de que algunos no puedan materializar en sadismo, lo que para mí siempre será un sueño: besarte.
Se levantó. Cabizbajo. Todos lo miraban. Corrió cual saeta a su salón, subió los peldaños de las escaleras de tres en tres. Se desplomó en su pupitre, y lloró, con la misma indomabilidad y fuerza con la que se acostumbró a la postre, a amarla. Fue la primera vez que este personaje, perdía una vida.

Una vez intentó bailar en un acto de fin de año. Cosa para lo que no era malo. Era pésimo. El ser humano puede llegar a rayar en cualquier ridiculez con tal de lograr sus objetivos.

Como aquellas famosas diez de Egipto. Locura de canción. Ocho niños y ocho niñas protagonistas de un sorteo; El pequeñín, con la simple sensación de que podría bailar con ella, ya se sentía estar, en una de esas opulentas ceremonias donde eligen las próximas sedes de mundiales de fútbol u olimpiadas. Su corazón se quería salir de su pecho, podía sentir, como el distintivo (insignia) del colegio palpitaba en su uniforme blanco. Primera pareja: fulano y fulana, segunda pareja: zutano y zutana… así sucesivamente, y como si el infausto Cortázar estuviera presente, quedaban dos parejas por definir. El, jugaba con su imaginación hasta en los momentos más delicados de su vida, escuchaba en su subconsciente:

-       Si por algún motivo ajeno a su voluntad, la ganadora o ganador no pudiere ejercer su cargo, el mismo será ocupado inmediatamente por el segundo lugar.

Y reía, en primer plano, recordando a los moderadores u oradores y la frase que siempre dicen en los certámenes de belleza de su país en los momentos cruciales. Y de segundo plano, (volviendo a la realidad), era imposible pensar que podía bailar con ella, la inalcanzable. Los caballeros se acercaron al escritorio y tomaron un papel cada uno. Había algo raro. La profesora daba el papel en las manos. Cuando el pequeño, desplegó su papel y leyó el nombre, pensó por un momento que iba a ser víctima de un accidente cerebro vascular o que alguna cámara cándida circundaba por los techos del salón de clases: su papel, decía en perfecto y metódico Palmer, su nombre y apellido. Ella. Fue el momento más feliz que almacenó en sus depósitos de memoria por muchos años. Esa noche durmió como un serafín.

Pudo hablarle con  frecuencia, escuchar su opinión de los pasos de la coreografía, oír embelesado cada palabra que pronunciaban esos labios tan cerca de su propia cara, mientras sus brazos rodeaban la diminuta cintura de ella y los de ella rodeaban sin afán, el cuello de su selecto galán. Su aliento se mezclaba con la precoz respiración del chico. Esas fueron las escenas más cercanas a un beso que pudo experimentar. Nunca dejó de repetirse mentalmente los ardientes ojos de la chica dirigiéndose a los suyos. Vaya gloria de momento. Al final de aquel ensayo, la profesora dijo que quería, redistribuir. Casi se arrodilla, llora y grita en silencio:

-       ¿cómo me la van a quitar?

Sentía que le iban a arrancar un órgano, un pulmón, la médula espinal. La redistribución solo favorecía a dos parejas, entre ellas, la de él, pues eran simétricos en estatura: jamás se alegró de ser del mismo tamaño de alguien como ese día, pensó que eso era una señal y se siguió ilusionando, y alimentándose de ella. De su energía.

            Fue su primer encuentro, con la primera criatura en su vida con la que podía traducir aquel lenguaje del amor. Aquella, la mujer que le hacía hablar en secreto a su corazón. Era la primogénita en su vida. Inclusive cuando fue nombrado orador de orden del discurso de fin de año, mientras su voz recitaba de memoria las líneas que había hilvanado, sus ojos iban dirigidos a ella y a sus rizos, puesto que probablemente, ese iba a ser uno de los últimos días de su vida, en que la vería.

Efectivamente así fue el colofón. Cual Cupido vestido de negro, con retazos de tela ondeados por la brisa marina, era ella, la causante de que un niño como él, escribiese al final de su cuaderno cuadriculado de matemáticas, caligrafías de aquella fémina, nombres y líneas así:
Resultado de la combinación de técnicas
Y teorías extrañas del color
Mi imagino a mi grande señor
Diseñando tu genealogía étnica

Con un juego geométrico mágico
Y ángulos celestiales
La providencia dibujo cual cristales
Unas perlas de ojos ácidos

Ojos húmedos de mirada profunda
Que combinados con tu juego de cejas
Mirarte daba la moraleja
De no querer dejarte nunca

Menudos ápices de elegancia
Cerraban tus ángulos oculares
Haciendo acrobacias y malabares
Con mis sentimientos de infancia

Eran tus ojos los portales
De una dimensión desconocida
Que encendieron la chispa en mi vida
De amoríos anormales

Bendito el perfil de tu nariz
Con líneas de ascendencia renacentista
Eran genes de ángel o artista
Era la ergonomía de una esbelta perdiz

Esos labios de hechizo cardiaco
Que encendían el fuego flameante
De un corazón crepitante
Cual sueño afrodisiaco

Labios de almíbar dulce y transparente
Pronunciados en un claroscuro tono
Aun en sueños contorno
Miles de formas de tenerles

Eran motitas de carne trémula
De los cuales jamás podría gozar
Pero pensarlos no me daba pesar
Aunque fuera una escena incrédula

Aunque nunca probé tu labial estancia
Bien así falleciendo de ganas
Circunda en mi mente pagana
Un pensamiento que enaltece mi infancia:
Utópica la idea de que algún otro niño
En sus pensamientos de infante
Soñó alguna vez besarte
Con mi inocencia y cariño.

Lcdo. Rodríguez R. Gabriel J.
Gabogeno
@gabo_rodríguez3




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