REDACCIÓN IV





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ARGUMENTACIÓN
PRIMER PRÁCTICO 09/05/2017

- Realice una argumentación siguiendo la esquematización de la misma, cuidando la ortografía y la concordancia. Colóquele título a su escrito.
(De 6 a 8 líneas por párrafo; máximo 3).
Tema: - Dialéctica - El vino más caro (Artículo de opinión de Jesús Castillo).

Fuente: material proporcionado por la
Prof. Elizabeth Sánchez.

ARGUMENTACIÓN.






SEGUNDO PRÁCTICO 16/05/2017

- Realice una argumentación siguiendo la esquematización de la misma, cuidando la ortografía y la concordancia. Colóquele título a su escrito.
(De 6 a 8 líneas por párrafo; máximo 3).
Tema: 

Jesús es verbo y no sustantivo 
- Letra - (Autor: Ricardo Arjona).

Ayer, Jesús afino mi guitarra y agudizo mis sentidos, me inspiro 
Papel y lápiz en mano apunto la canción y me negué a escribir 
Porque hablar y escribir sobre Jesús es redundar, seria mejor actuar 
Luego, algo me dijo que la única forma de no redundar es decir la verdad 
Decir que a Jesús le gusta que actuemos no que hablemos 
Decir que Jesús es mas que cinco letras formando un nombre 
Decir que Jesús es verbo no sustantivo
Jesús es mas que una simple y llana teoría 
¿Que haces hermano leyendo la Biblia todo el día? 
Lo que allí esta escrito se resume en amor vamos, ve y practicalo 
Jesús hermanos míos es verbo, no sustantivo
Jesús es mas que un templo de lujo con tendencia barroca 
El sabe que total a la larga esto no es mas que roca 
La iglesia se lleva en el alma y en los actos no se te olvide 
Que Jesús hermanos míos es verbo, no sustantivo
Jesús es mas que un grupo de señoras de muy negra conciencia 
Que pretenden ganarse el cielo con club de beneficencia 
Si quieres tu ser miembro activa, tendrás que presentar a la directiva 
Tu cuenta de ahorros en Suiza y vínculos oficiales
Jesús es mas que persignarse, hincarse y hacer de esto alarde
El sabe que quizá por dentro la conciencia les arde 
Jesús es mas que una flor en el altar salvadora de pecados 
Jesús hermanos mios es verbo, no sustantivo
Jesús convertía en hechos todos sus sermones 
Que si tomas café es pecado dicen los Mormones 
Tienen tan poco que hacer que andan inventando cada cosa 
Jesús hermanos míos es verbo, no sustantivo
Jesús no entiende por que en el culto le aplauden 
Hablan de honestidad sabiendo que el diezmo es un fraude 
A Jesús le da asco el pastor que se hace rico con la fe 
Jesús hermanos míos es verbo, no sustantivo
De mi barrio la mas religiosa era doña Carlota 
Hablaba de amor al prójimo y me poncho cien pelotas 
Desde niño fui aprendiendo que la religión no es mas que un método 
Con el titulo prohibido pensar que ya todo esta escrito
Me bautizaron cuando tenia dos meses y a mi no me avisaron 
Hubo fiesta piñata y a mi ni me preguntaron 
Bautizame tu Jesús por favor así entre amigos 
Se que odias el protocolo hermano mio
Señores no dividan la fe las fronteras son para los países 
En este mundo hay mas religiones que niños felices 
Jesús pensó "me haré invisible para que todos mis hermanos 
Dejen de estar hablando tanto de mi y se tiendan la mano"
Jesús eres el mejor testigo del amor que te profeso 
Tengo la conciencia tranquila por eso no me confieso 
Rezando dos padres nuestros el asesino no revive a su muerto
Jesús hermanos míos es verbo no sustantivo
Jesús no bajes a la tierra quédate allá arriba 
Todos los que han pensado como tu ya están boca arriba 
Olvidados en algún cementerio, de equipaje sus ideales 
Murieron con la sonrisa en los labios porque fueron 
Verbo y no sustantivo
Compositores: Ricardo Arjona
Letra de Jesús verbo no sustantivo © Sony/ATV Music Publishing LLC


ARGUMENTACIÓN.



TERCER PRÁCTICO 17/05/2017

- Realice una argumentación siguiendo la esquematización de la misma, cuidando la ortografía y la concordancia. Colóquele título a su escrito.
(De 6 a 8 líneas por párrafo; máximo 3).
Tema: Primer Gran Plantón (Actividad de repudio al Gobierno de Nicolás Maduro)


PRIMERA EVALUACIÓN 13/06/2017

- Realice una argumentación siguiendo la esquematización de la misma, cuidando la ortografía y la concordancia. Colóquele título a su escrito.
(De 6 a 8 líneas por párrafo; máximo 3).
Tema: 

Señora de las cuatro décadas
Autor: Ricardo Arjona

Señora de las cuatro décadas
Y pisadas de fuego al andar
Su figura ya no es la de los quince
Pero el tiempo no sabe marchitar
Ese toque sensual
Y esa fuerza volcánica de su mirar
Señora de las cuatro décadas
Permítame descubrir
Que hay detrás de esos hilos de plata
Y esa grasa abdominal
Que los aeróbicos no saben quitar
Señora, no le quite años a su vida
Póngale vida a los años que es mejor
Señora, no le quite años a su vida
Póngale vida a los años que es mejor
Porque notelo usted
Al hacer el amor
Siente las mismas cosquillas
Que sintió haré mucho mas de veinte
Notelo as¡ de repente
Es usted amalgama perfecta
Entre experiencia y juventud
Señora de las cuatro décadas
Usted no necesita enseñar
Su figura detrás de un escote
Su talento este en manejar
Con mas cuidado el arte de amar
Señora de las cuatro décadas
No insista en regresar a los 30
Con sus 40 y tantos encima
Deja huellas por donde camina
Que la hacen dueña de cualquier lugar
Como sueño con usted señora imagínese
Que no hablo de otra cosa que no sea de usted
Que es lo que tengo que hacer señora
Para ver si se enamora
De este 10 años menor
Compositores: Ricardo Arjona
Letra de Señora de las cuatro décadas © Sony/ATV Music Publishing LLC



EXAMEN RESUELTO (NOTA: 20 PTS.)

Fuente: Corregido por la Prof. Elizabeth Sánchez

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NARRACIÓN - CUENTO
PRIMER PRÁCTICO 20/06/2017

HALLE EN LAS SIGUIENTES PARTES DEL CUENTO: ambiente (interno y externo), trama, personajes, argumentación.










Espantos de agosto

Gabriel García Márquez

Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.
-Menos mal -dijo ella- porque en esa casa espantan.
Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.
Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.
-El más grande -sentenció- fue Ludovico.
Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.
El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.
Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.
Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.
Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mar apacible de los inocentes. “Qué tontería -me dije-, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos”. Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.  

G.G.M

PRIMER PRÁCTICO 20/06/2017


HALLE EN LAS SIGUIENTES PARTES DEL CUENTO: ambiente (interno y externo), trama, personajes, argumentación.



El avión de la Bella Durmiente
Gabriel García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)


         Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las buganvilias. “Esta es la mujer más bella que he visto en mi vida”, pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y, desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.

         Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera.

         Yo estaba en la fila de registro detrás de una anciana holandesa que demoró casi una hora discutiendo el peso de sus once maletas. Empezaba a aburrirme cuando vi la aparición instantánea que me dejó sin aliento, así que no supe cómo terminó el altercado, hasta que la empleada me bajó de las nubes con un reproche por mi distracción. A modo de disculpa le pregunté si creía en los amores a primera vista. “Claro que sí”, me dijo. “Los imposibles son los otros”. Siguió con la vista fija en la pantalla,de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.

         —Me da lo mismo —le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once maletas.

         Ella lo agradeció con una sonrisa comercial sin apartar la vista de la pantalla fosforescente.

         —Escoja un número —me dijo—: tres, cuatro o siete.

         —Cuatro.

         Su sonrisa tuvo un destello triunfal.
         —En quince años que llevo aquí —dijo—, es el primero que no escoge el siete.
         Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo entonces me advirtió que el aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.
         —¿Hasta cuándo?
         —Hasta que Dios quiera —dijo con su sonrisa. La radio anunció esta mañana que será la nevada más grande del año.
         Se equivocó: fue la más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase la primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta la música enlatada parecía tan sublime y sedante como lo pretendían sus creadores. De pronto se me ocurrió que aquel era un refugio adecuado para la bella, y la busqué en los otros salones, estremecido por mi propia audacia. Pero la mayoría eran hombres de la vida real que leían periódicos en inglés mientras sus mujeres pensaban en otros, contemplando los aviones muertos en la nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando las fábricas glaciales, los vastos sementeras de Roissy devastados por los leones. Después del mediodía no había un espacio disponible, y el calor se había vuelto tan insoportable que escapé para respirar.
         Afuera encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las salas de espera, y estaban acampadas en los corredores sofocantes, y aun en las escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje. Pues también la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico, transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.
         A la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías, los bares atestados, y en menos de tres horas tuvieron que cerrarlos porque no había nada qué comer ni beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos los del mundo, se pusieron a llorar al mismo tiempo, y empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño. Era el tiempo de los instintos. Lo único que alcancé a comer en medio de la rebatiña fueron los dos últimos vasos de helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a poco en el mostrador, mientras los camareros ponían las sillas sobre las mesas a medida que se desocupaban, y viéndome a mí mismo en el espejo del fondo, con el último vasito de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en la bella.
         El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los viajeros expertos. “Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería”, pensé. Y apenas si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió.
         Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no la despertara por ningún motivo durante el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.
         Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.
         Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por una azafata cartesiano que trató de despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, v aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.
         Hice una cena solitaria, diciéndome en silencio lo que le hubiera dicho a ella si hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir sino para morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.
         —A tu salud, bella.
         Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche del Atlántico era inmensa y limpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas. Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude percibir fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, las orejas perfectas sin puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud, y un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte años me consolé con la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero. “Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados”, pensé, repitiendo en la cresta de espúmas,de champaña el soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acostados más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su respiración era el mismo de la voz, y su piel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunarl Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia de¡ placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.
         —Quién iba a creerlo —me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña—: Yo, anciano japonés a estas alturas.
         Creo que dormí varias horas, vencido por la champaña y los fogonazos mudos de la película, Y desperté con la cabeza agrietada. Fui al baño. Dos lugares detrás del mío yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la poltrona. Parecía un muerto olvidado en el campo de batalla. En el suelo, a mitad del pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos.
         Después de desahogarme de los excesos de champaña me sorprendí a mí mismo en el espejo, indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los estragos del amor. De pronto el avión se fue a pique, se enderezó como pudo, y prosiguió volando al galope. La orden de volver al asiento se encendió. Salí en estampida, con la ilusión de que sólo las turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que tuviera que refugiarse en mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a punto de pisar los lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y se los puse en el regazo, agradecido de pronto de que no hubiera escogido antes que yo el asiento número cuatro.
         El sueño de la bella era invencible. Cuando el avión se estabilizó, tuve que resistir la tentación de sacudirla con cualquier pretexto, porque lo único que deseaba en aquella última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui capaz. “Carajo”, me dije, con un gran desprecio. “¡Por qué no nací Tauro!”.
         Despertó sin ayuda en el instante en que se encendieron los anuncios del aterrizaje, y estaba tan bella y lozana como si hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones, igual que los matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar. Tampoco ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la poltrona, tiró a un lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban solas con su propio peso, volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido y superfluo, que le alcanzó justo para no mirarme hasta que la puerta se abrió. Entonces se puso la chaqueta de lince, pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en castellano puro de las Américas, y se fue sin despedirse siquiera, sin agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.
G.G.M.


TERCER PRÁCTICO (ASIGNADO COMO TAREA) 20/06/2017

HALLE EN LAS SIGUIENTES PARTES DEL CUENTO: ambiente (interno y externo), trama, personajes, argumentación. 



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SEGUNDA EVALUACIÓN 03/07/2017


EXAMEN RESUELTO (NOTA: 19 PTS.)





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CUENTO: EL SUDOR
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REDACCIÓN IV – 18/07/2017 (3:15PM)
PROF: ELÍZABETH SÁNCHEZ
TEMA 3: DESCRIPCIÓN

Descripción: Consiste en presentar las partes o rasgos característicos de los seres humanos, lugares, objetos o fenómenos. La realización de una descripción exige: Observación, selección, disposición, redacción.

Formas de descripción:
o Subjetiva: Recoge el punto del autor.
o Idealizadora: El autor destaca aspectos positivos de la realidad con ánimos de resaltar lo descrito. Alabanzas.
o Degradante: El autor destaca los puntos negativos.
o Prosopopeya: Descripción de la apariencia física, gestos, vestimenta, modo de caminar.
o Etopeya: Describe el carácter de la persona, sus costumbres, sentimientos e ideas.
o Caricatura: Describe lo físico y carácter de manera exagerada y poniendo énfasis en los defectos.

Tercera vez en la carrera de Comunicación Social en la que se toca el punto de la descripción. La primera vez fue en Taller de la Creatividad y el semestre pasado en Redacción III. En esta última cátedra se dictó  de tres tipos: Pictográfica, topográfica y cinematográfica. 

Los elementos gramaticales más idóneos para la realización de descripciones, sin duda, son los adjetivos. 
Contenidos sensoriales: Son un conjunto de palabras que impresionan nuestros sentidos y nos permiten imaginar el mundo que nos revela el escritor en su obra. 

Los contenidos sensoriales se clasifican en: 
Visuales:
- Ojos, ver: Ej. “Todos estaban presentes”.
- Visual cinética: Forma, tamaño, movimiento.
- Visual cromática: Ej. “Tenía el cabello rojo”.
Auditivas: Ej. Había mucho ruido en el salón.
Táctil: Ej. “Tenía la piel suave”.
Olfativa: Ej. “Grato olor a café”.
Gustativa: Ej. “El chocolate estaba muy dulce”.

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La unión de dos contenidos sensoriales se llama sinestesia. 

Ej. “El café tenía un grato olor y estaba algo dulce”.



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Dato de la combinación de sinestesia:
"No existirá sinestesia con ninguno de los órganos (sentidos), donde haya visual cinético o cromático".

Contenidos afectivos: Los representan las emociones (alegría, rabia, ira, miedo, alegría, tristeza). 
Contenido conceptual: Juicios u opiniones cuando el autor los emite. 

PRÁCTICA: Óscar Guaramato «La otra señorita» en su: Cuentos en tono menor. Caracas, Edit. Monte Ávila, 1969. Págs. 85-92. 



PRIMERA PRÁCTICA DE DESCRIPCIÓN
(CONTENIDOS SENSORIALES)

La otra señorita



La maestra rural fue trasladada a otro pueblo. Nos comunicó la noticia momentos después de haber cantado un nuevo himno, cuando estábamos frente a ella, atentos a sus manos guiadoras del compás. Habló brevemente. Explicó que desde el lunes tendríamos otra maestra, que ella pasaría a regentar otra escuela, perdida en la maraña de un remoto caserío, y recomendó a todos que fuésemos amables con la nueva preceptora, por cuanto nosotros constituiríamos su prueba de fuego, su primer experimento de recién graduada.



Era viernes y atardecía sobre las casas.

Pero esto no sucedió ayer, ni anteayer.

Ella era nuestra maestra de primeras letras, hace veinticinco años. Sin embargo, el tiempo transcurrido no impide que recuerde claramente las cosas ocurridas aquel día, lo que hicimos en la calle. Fue allí donde noté que había olvidado mi pizarra y regresé corriendo al salón. Busqué por todas partes y, al no encontrarla, llamé a mi maestra. Salió y vi sus ojos enmohecidos de llanto. Sin decirme nada, me abrazó sollozante. Recuerdo que yo también lloré, que era viernes y que el sol muriente lamía en el patio las hojas de un rosal.

El domingo la acompañé a la estación.

Yo cargaba su maleta. Fue un domingo a las once de la mañana. La locomotora tenía un nombre –gavilán- y resoplaba como un animal cansado. Al fin, un hombre de uniforme gris ordenó a los pasajeros que subieran al tren. Fue entonces cuando ella me estrechó contra su pecho y me besó en la frente. Recuerdo claramente su pañuelo blanco, aleteando a lo lejos, y aquella dulce paz que me quedó en la cara.

La otra señorita tenía pecas y fumaba.

El lunes siguiente se encargó de la escuela. El mismo día encontré mi perdida pizarra.

Yo no la oía. Pensaba en mi otra maestra. Veía su cabello de oro viejo, sus ojos llorosos, sus labios de frambuesa.

Tal vez fue esto lo que me impulsó a escribir en mi pizarra: Señorita, yo la quiero mucho. Lo hice con una letra grande, redonda, y firmé al pie.


Repentinamente una pregunta flotó en la sala. Yo no la oí. No hubiera oído nada, a no ser por el codo de un compañero de pupitre que me hizo volver en mí. La señorita me miraba ahora, esperando mi respuesta. No contesté. Ella se acercó y me quitó la pizarra de las manos. Recuerdo que era lunes y que hacía mucho calor y que el sol danzaba en el patio, como un conejo rubio.

Yo mismo llevé la nota a mi casa. En ella se decía la causa de mi expulsión de la escuela rural.

Pasé muchos días apenado, vagando solitario por las riberas del río vecino, y recuerdo también, que me agarré a trompicones con más de un discípulo que me llamó “picaflor de alero”.

Un día cualquiera me enviaron a una escuela de la ciudad.

Pero nunca llegué a referir que lo escrito había sido para mi otra maestra, la del pañuelo blanco, la del cabello de oro viejo, y labios de frambuesa. La del primer beso. 

Óscar Guaramato «La otra señorita» en su: Cuentos en tono menor. Caracas, Edit. Monte Ávila, 1969. Págs. 85-92.















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