miércoles, 21 de febrero de 2018

UN LITRO

Fuente: Facebook @cortometrajeunlitro


1- CRÓNICA
| Gésliz Aguilera combinó denuncia y humor en cortometraje venezolano

Más de 33 onzas de talento
La directora y guionista de Un litro demostró calidad y compromiso en el rodaje de la obra. Reescribió el libreto en septiembre de 2015 y cuatro días de filmación en enero del siguiente año fueron suficientes para apuntarse innumerables lauros en el mundo cinematográfico. En estas escenas, la escasez y el desabastecimiento son las figuras centrales
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2- Mil mililitros de amor para el malagradecido Manuel ------------------------------------------------------------------------------------
3- CRÓNICA| Gésliz Aguilera combinó denuncia y humor en cortometraje venezolano

Julia no cree en la mala leche

La directora y guionista de Un litro demostró calidad y compromiso en el rodaje de la obra. Reescribió el libreto en septiembre de 2015 y cuatro días de filmación en enero del siguiente año fueron suficientes para apuntarse innumerables lauros en el mundo cinematográfico. En estas escenas, la escasez y el desabastecimiento son las figuras centrales

Gabriel Rodríguez 16479817 / Sección “A” / Turno Tarde / 5to semestre / Comunicación Social / USM



     Un gallo desgañitado y un diálogo entre grillos era la melodía con la que el corazón andino se levantó ese día. Aún a oscuras, y en telas para dormir, Julia (Marcela Girón) se despertó al escuchar ruidos extraños desde la cocina de su humilde vivienda. Para Manuel (Fabián Cruz), su hijo, en edad escolar, no hubo leche para desplegar “el tigre que hay en ti”, tal como rezaba el felino impreso en la caja de cereal azucarado que pretendía mitigar el infantil antojo noctámbulo. La madre, en ausencia del líquido, compensó con un abrazo.

     Horas más tarde, el jerarca astral se irguió sobre las praderas merideñas. La madre de “manolo” y de Julieta (Amy Delgado), un poco más en sí, auditaba el inventario de su despensa mientras intentaba armar un desayuno. Confirmado, no había lácteo que acompañara la primera comida del día para sus hijos. Como buena gerente de casa, delegó la tarea del uniforme convencional para su muchacho –no era día de educación física en el colegio–, y salió a resolver cual fémina sola, figura de tanta tendencia en la sociedad latinoamericana.

     Transcurridos algunos minutos, la esbelta mulata, de aparentes cincuenta años, fue a la bodega de “Lucho” –hipocorístico por excelencia de los luises–. Un cliente ya estaba en el local. “Lucho ¿tienes leche?”, casi a trabalenguas solicitó la compradora. Con la parsimonia de una pereza –pero cuadripléjica–,  el vendedor (Eduard Rangel) fue hasta el refrigerador y extrajo un envase de cartón del producto solicitado. El precio pareció escribir una elegía en el rostro de la consumidora quien, intentó multiplicar lo que ya sabía que no había en su monedero encofrado rojo.

     Ante la imposibilidad de la adquisición, el otro presente, quien prefirió plátano verde, jamás maduro, no escatimó en hacer una subasta de aquel intercambio comercial y, como buen mejor postor se llevó lo que Julia añoraba para sus querubines. Decepcionada, la ira la estaba transformando del color de su camisa –vinotinto, atuendo asalariado–. Aun así, descendió la colina en búsqueda de su cometido. Mujer venezolana, no se rinde, se burla de la palabra adversidad, erradica de su pensamiento los adjetivos 'fácil' o 'difícil'.
     
     Mientras la progenitora resolvía desde su mente, se hicieron las siete de la mañana, en lo aproximado. Durante su ruta, el cromatismo arquitectónico de las cordilleras fue el proscenio para el encuentro con Esperanza (Golden María) –vecina que no hacía ningún tipo de alusión a su nombre–. La anciana, aunque no aportó en nada a las intenciones maternales de la protagonista del relato, por lo menos le dijo que, en el comercio de Pablo, estaban dando números, modalidad que se estila para ordenar y clasificar en la “pequeña Venecia” de hoy día. Sí, la Venezuela del 2105, no es Alemania de 1936.

     Transcurrido un cuarto de hora, una casa azul, de esquina, de tres plantas con un rombo ventanal en el piso central y una cola –fila de personas– moderada pendiente arriba, era la nueva luz para las intenciones de Julia cuando ya la sinfónica de sus tripas hacía estragos. A lo decente, ella preguntó, se formó, pero intentó asegurarse de que el expendedor tenía lo que ella requería, y así no perder tiempo sin satisfacer su demanda. Eso bastó. Se desató el pandemónium. Por una interrogación, casi la excomulgan. La hoguera o la ablación habrían sido preferibles para aquella madre ante ese vestigio de irracionalidad, primitivismo y canibalismo.

     Por fortuna, José (Leonidas Urbina) veía el sufrimiento a pocos metros del bochinche, pero más allá, escaneaba con actitud lasciva las largas y bronceadas piernas que salían de la falda ejecutiva de la mulata. El nuevo “caballero”, abrumado por aquellas pantorrillas tensadas por el efecto tacón, la llamó. Para desgracia lingüística, y como retroceso civil, la leche –al igual que otros términos: penetración, huevo [con g y diéresis], palo, miembro y otros de naturaleza fálica– es una palabra que el común denominador vincula a una halitosis del habla que llaman “chinazo”, figura que representa –no se sabe cómo– un chiste. Para aquella dama, el hambre de sus hijos no le hacía nada de gracia.      
     
     Ella pidió su lácteo y él aprovechó el contexto para plantear, de modo metalingüístico, un intercambio de productos. Bueno, el trueque de un alimento por la prestación de un servicio, para ser más exactos. Julia, inteligente como toda fémina, le siguió el juego de manera parcial y, “haciendo ojitos” se alejó del donjuán prometiendo volver en breves instantes. Cerro abajo, las caderas encendidas de la morena catalizaron la actividad salivar de quien ahora se sentía el hombre más afortunado del planeta, o por lo menos de Mérida.

     Ahora sí, con el horario laboral y escolar encima, la trabajadora bajó a su casa, revisó de nuevo sus suministros y regresó a su encuentro –furtivo según el picaflor–, con su nuevo proveedor.

     ¡Ábreme! ¡Ábreme la reja, pues! Dijo Julia con más sex appeal que de costumbre. José no daba crédito a lo que estaba por suceder. A la velocidad de la luz, él dejó que la damisela entrara. Ella se hincó sobre el cuerpo de su nuevo pseudoamo. Sus alientos se entremezclaron, sus palpitaciones se encontraron y con la pericia de quien trabaja en el Moulin Rouge, ella le secreteó: ¿Tú querías algo a cambio, no? Y con un abrupto cese de picardía, le entregó un paquete de harina de maíz y, en lo simultáneo, le arrebató un cartón de leche de la mano al decepcionado receptor. En un pestañear, ya la madre se despedía de nuevo. ¿La necesitarás? Preguntó apenado José, pero ya ella iba rumbo a su domicilio. Feliz.

     Casi eran las 8:00am. Manuel y Julieta coloreaban en la mesa. Juguetes, creyones y una gallina hueca de porcelana yacían sobre el mobiliario. Muy flamante, la mujer sirvió dos platos de cereal ante la mirada atónita de sus retoños y vertió el ansiado líquido sobre las hojuelas. Segundos de silencio contaron, cuando una pregunta, en forma de puñalada fue espetada por el varoncito: ¿Mamá y mi arepa?

     El ánimo de Julia se desplomó.

NOTA: Este escrito fue redactado durante una etapa experimental, diagnóstica sobre la crónica como parte del programa de la cátedra Informativo IV de Comunicación Social, Universidad Santa María, Núcleo Oriente. El texto posee tres modelos de titulación anejos a tres determinados profesores de la materia mencionada. Apúntese como un aprendizaje, no como un instrumento definitivo.

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