Saliendo
de casa, inicia la operación comando. Armas el frugal kit: cédula, carnet de la
empresa, y par de billetes para el pasaje. Cualquier otra cosa es un riesgo. Estrategia
de supervivencia, cambio de Sim Card del
Smartphone de uso informativo, al teléfono baratón –pues Dios libre, que en la
requisa, no haya nada en stock– el cual, aun siendo un aparato austero,
igualmente vale más de medio salario mínimo, por si a las moscas, lo portas en
las medias, lo más cerca del zapato posible –no vaya ser que andando se caiga–.
Tu
baratija de relojito, podría ser una tentación, va para la gaveta –veras la
hora en el teléfono portable, cuando llegues al trabajo: si es que logras tal
proeza–. ¿Te graduaste? ¡A nadie le interesa! Tu anillo de grado, el cual
probablemente tengas solo como imagen de motivación al logro derredor, sin semblante
jactancioso, sino como proyección de ejemplo, o por la razón que fuere, igual… también
para la gaveta. La ropa más escueta, los
zapatos menos llamativos.
Luego
de una decena de avemarías y padrenuestros, invocaciones de diferentes fuentes
místicas y evocaciones a familiares difuntos, destrabas los tres pestillos que
resguardan la reja –más la cerradura de la puerta de madera– fisgoneas en previa inspección, y con una
velocidad de un comics, logras salir de tu celda, jaula, o para no herir
susceptibilidades, de tu hogar.
Empieza
el calvario. El sonido de una moto te desprende el espíritu. Tratas de no
generalizar, pero en ocasiones un prejuicio te ahorra un perjuicio. El
motorizado es un padre llevando a su hijo a clases. La coprolalia te toma
poseso, y te regresa el color bendito del alma. Trayecto de casa a la parada o
estación de transporte urbano, continúa tu conexión religiosa, entre mantras y
letanías al compás del caminar, completas rosario y medio.
Aparca
el bus, medio abordas la unidad, repliegas tus lentes de sol –adquiridos en una
óptica itinerantes de anime– para escrutar a los pasajeros, obviando el “Caras
vemos, corazones desconocemos”. Es tu decisión centesimal abordar o desistir.
Accedes. La mirada obsesiva, forma parte de tu tez. Quieres ir en la puerta por
si alguna contingencia delictiva, un soliloquio maniático subyace en tu mente ¿Me
atreveré a lanzarme en aras de la protección de mi integridad? ¿Una bala o unas
vueltas en el pavimento y algunos huesos rotos?
Pasas
seis paradas diciendo “Yo me quedo en la que viene”. Antes de descender,
vuelves a auditar el perímetro del destino. Te quedan dos cuadras llaneras para
llegar al trabajo. Alguien cariñosamente te palmea un hombro en señal de
saludo. Lo evades con un aspaviento de arte marcial que tú mismo desconoces,
antes de la azotaina logras identificar al sujeto: es tu vecino de mobiliario
en la empresa. Respiras profundamente al
ingresar a tu lugar de trabajo, y como colofón agradeces mil veces al creador,
el hecho de aun permanecer con vida.
Rodríguez R. Gabriel J.
@gabo_rodriguez3
Gabógeno
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